martes, 21 de abril de 2020

El riesgo siempre al margen


Mis abuelos amanecen todos los días antes de que el sol se cuele por las persianas de su cuarto. Desayunan juntos, como en una mañana cualquiera, té y tostadas con mermelada para acompañar la combinación de pastillas que la edad les exige.

Para el resto del día de cuarentena, la rutina es básicamente siempre la misma.

Mi abuela, con sus 74 años, prende la radio a todo lo que da y se pone a limpiar la casa como si con cada escobazo colaborara a la erradicación del coronavirus del mundo. Después se pone la ropa deportiva y corre por el departamento cual pista de atletismo del Parque Chacabuco para terminar estirando al ritmo de una sofisticada pieza clásica, recordando sus años como profesora de danza. Las tardes las dedica a mirar algo en una de las tantas plataformas de streaming y a cocinar algún manjar casero para la cena que tendrán en la mesa estratégicamente ubicada al lado de la ventana del comedor.

Mi abuelo, con sus 76 años, aprovecha los días y la falta de trabajo para leer todos esos artículos y hacer todas esas investigaciones que habitualmente le sacan el sueño. De tanto en tanto, se detiene para grabar alguna de las locuras de mi abuela o para mandar alguna nota periodística interesante al grupo de WhatsApp de la familia. Más tarde, se turna con mi abuela para correr por el departamento y después de una ducha la acompaña mirando la serie o película que haya ganado del catálogo.

Ambos empezaron el aislamiento social, preventivo y obligatorio una semana antes de que fuese, efectivamente, obligatorio. Los dos férreamente convencidos de que era la mejor (por no decir la única) opción para cuidarse a ellos mismos y al resto. Mi abuela sacrificó sus mañanas en el gimnasio y los siempre esperados cafés con amigas mientras que mi abuelo dejó sus días en Tribunales así como a sus compañeros y su vida social, por nombrar algunas cosas. Nunca emitieron ni la más mínima queja. Y no solo eso, sino que se convirtieron en el grito de aliento para todos los otros miembros de la familia. Nos recordaban que era necesario para cuidarnos, nos divertían con videos, organizaban videollamadas, nos recomendaban series, nos enviaban fotos viejas que encontraban entre tanta limpieza, nos armaban tutoriales para que hiciéramos nuestros tapabocas caseros y nos transmitían su buen humor con un mensaje de buenos días y buenas noches que, incluso hasta ahora, nunca falla en llegar.

Hoy se cumple un mes desde que el aislamiento social, preventivo y obligatorio se volvió, efectivamente, obligatorio y para todos. Es decir que ellos llevan, días más días menos, cinco semanas en su casa. Aproximadamente treinta y siete días de seguir al pie de la letra cada una las indicaciones de los gobernantes: saliendo a comprar lo mínimo indispensable al negocio más cercano, haciéndolo en el horario asignado para población de riesgo, usando tapaboca, averiguando para vacunarse y todo lo demás. Unas ochocientas ochenta y ocho horas siendo todo eso que se espera de un ciudadano responsable.

Pero mentiría si les dijera que mantienen el mismo espíritu y convicción que el primer día.

El jueves pasado, con el anuncio de la medida de que los mayores de 70 deberían pedir un permiso para circular, mi abuela terminó llamando al 147 en un ataque de desolación. No con la pobre Graciela que tuvo la mala suerte de ser la persona del otro lado de la línea, posiblemente con nadie en particular, pero sí un poco con todos. Definitivamente con toda la situación, aunque nadie pueda hacerse cargo de eso.

Ese día el mensaje de buenas noches de mi abuelo no fue un “que descansen, dulces sueños” adornado con emojis de todos los colores. Lo único que llegó fue, ni más ni menos, que una grabación que había hecho de esa llamada. Un audio de poco más de cinco minutos que desenmascaró la realidad que nadie en el grupo de WhatsApp de la familia imaginaba detrás de lo que parecía un idílico aislamiento en la casa en la que solíamos almorzar domingo tras domingo.

Un audio con la voz quebrada de mi abuela repitiéndole una y otra vez a la operadora que los habían abandonado. Que la medida del horario especial en los supermercados había durado tan solo las primeras semanas y que, de un día para el otro, las grandes marcas decidieron levantar exponiéndola a ella a una cola eterna en la puerta a las siete de la mañana esperando a que se dignaran a abrir. Que cuando enviaba mails a la prepaga, por la que pagaban una fortuna mes a mes, para que les explicaran cómo y dónde vacunarse ni siquiera les contestaban. Que mi abuelo, abogado independiente, no cobraba ni un peso desde el inicio de la cuarentena porque en Tribunales no se mueve ni un solo expediente. Que pese a que él trabaja desde los dieciocho años, el único ingreso de ambos desde entonces es el de una jubilación mínima que no le alcanza a nadie. Que desde hace cinco semanas mi abuelo se pasa las horas viendo como patear pagos y de dónde sacar ahorros para seguir manteniéndolos a ambos a flote. Que la semana anterior le había enseñado a mi abuela como manejar el home banking en caso de que a él le pasara algo. Que son dos personas mayores, pero sanas y activas que incluso van al gimnasio más veces por semana que yo. Que son dos personas que se saben más en peligro que la mayoría y por eso siguen al pie de la letra cada una de las recomendaciones, incluso desde antes de que fuesen exigencias. Que sentían que el objetivo de la medida era encerrarlos en su casa para dejarlos morir sin que nadie les viera la cara.

Esa noche me fui a dormir llorando. De la bronca, de lo que los extraño, de la impotencia, de las ganas de abrazarlos, de la angustia. Entiendo que permitir la libre circulación de mis abuelos por la calle es un riesgo, no tanto para el común de la gente como lo es para ellos. Entiendo que si el sistema sanitario colapsara y hubiese que elegir entre darle un respirador a mi abuelo de casi ochenta años o a un pibe de veintitantos como yo, lo ganaría el segundo. Entiendo todas las razones detrás de las medidas que se tomaron desde el inicio de la pandemia y muchas las defiendo. Créanme que sí. Pero lo que no puedo, ni podré entender jamás, es la falta de empatía. No me entra en la cabeza que haya una prepaga a la que haya que reventar a telefonazos para pedir una vacuna y que, cuando finalmente te responden, solo te digan cuánto te la van a cobrar y la cantidad de trámites imposibles que vas a tener que hacer para conseguirla. No concibo un Estado, sea quien sea la cara que lo represente, que pretenda que dos personas sobrevivan en el encierro solamente recibiendo una jubilación cuasi inexistente y sin plantearse la posibilidad de darles alguna ayuda acorde a la situación que estamos viviendo. Me niego a marginar a esa fracción de la sociedad que se rompió el culo laburando y produciendo para el país, solo para que hoy no les retribuya siquiera la posibilidad de tener una vida digna.

Tengo veintiún años, nada de visibilización y todavía muchísimo menos poder para tomar alguna medida que realmente pueda hacer la diferencia. De tenerlo, tampoco sé si estaría en condiciones de saber qué hacer o incluso de hacerlo bien. Pero tengo la voz (por baja que sea) y en consecuencia creo que en algún punto la responsabilidad, de usar todos los recursos que tengo a mi alcance para defender todas aquellas cosas en las que creo.

Hoy creo que así como existen mis abuelos, existen miles de personas en igual o incluso peor situación. Miles de personas que quedaron sin ninguna compañía y necesitan ayuda, que se ven forzadas a vivir con lo justo a pesar de cargar con una vida de sacrificio al hombro, que no tienen la suerte de tener familiares cerca para colaborar o que directamente no tienen allegados, que tienen miedo de salir a la calle pero no tienen los medios ni el conocimiento para realizar los trámites de manera diferente. Y eso solo por nombrar un par.

Miles de personas tan valiosas como cualquier otra del rango etario que se les ocurra, con las mismas ganas de vivir y el mismo deseo de salir adelante. Miles de personas catalogadas como población de riesgo pero que, pese al peligro y miedo al que se enfrentan, fueron abandonadas. Miles de personas que, creo firmemente, que merecen que hoy más que nunca nos acordemos de que siguen ahí y que nos corresponde a todos desde nuestro lugar que estemos presentes para cuidarlos, con todo lo que eso conlleva.

sábado, 11 de abril de 2020

Sacar belleza de este caos, es virtud

Y un día el mundo de repente se frenó.

Un día, sin darnos cuenta, todos los habitantes de todos de los países de todo el mundo nos vimos obligados a no salir de nuestras casas por culpa de un virus más pequeño que cualquiera de las células que nos componen

Algo tan pequeño capaz de frenar una rueda monstruosa que pensamos que era imposible de parar y que nos dejó a absolutamente todos con las mismas dudas y casi ninguna certeza.

¿Qué hacemos cuando el mundo para el que vivíamos se detiene? ¿Cómo seguimos después de descubrir lo frágil que es el sistema que nos mueve?

Nos dimos cuenta que nuestra vida giraba en torno a un sistema que creíamos indestructible pero, al final, era un simple invento más del ser humano. Descubrimos que todo para lo que vivíamos podía desarmarse en cuestión de segundos y quedamos solos. Al carajo se fueron las excusas que nos poníamos para ignorarnos a nosotros mismos. Imposibles parecen ahora todos esos planes a futuro, las actividades que parecían esenciales y la desesperación por ser con un otro.

Hoy no nos queda otra más que mirarnos a los ojos y reconocer que lo único seguro es esto que somos ahora. Al final, nos toca hacernos cargo de todas esas frases trilladas que repetíamos como mantras pero en el fondo nunca cumplíamos:

"Viví cada momento como si fuera el último" Atrás quedaron todos los sacrificios que hacíamos en pos de una felicidad futura. Hoy no se puede proyectar sobre la incertidumbre. Hoy el único remedio para la angustia y la ansiedad que genera el futuro, es hacer lo que nos haga lo más felices posibles en cada momento que vamos viviendo, sin pensar en qué vendrá después.

"La única opinión que importa es la tuya" Lejos está la mirada de cualquier otro para juzgar cómo sos. Casi como en otra realidad quedaron las opiniones que pudiese tener cualquiera que no fueses vos. Que no te agobien los videos fitness, las recetas, la amplia oferta de cursos online y los millones de vivos en instagram. Que no te exijan estar activo en todas las redes sociales o conectarte las veinticuatro horas con todos tus conocidos. Que aproveches este tiempo para darte cuenta de quién sos sin la mirada del otro encima.

Nadie sabe hacia donde nos va a llevar todo esto. Ni una sola persona puede afirmar con total seguridad qué sucederá mañana, o siquiera en la hora siguiente. No tenemos ningún tipo de certeza respecto a cómo será el mundo o cualquiera de nosotros después de esto.

Yo elijo sacar belleza de este caos. Elijo tomar mate en el balcón cuando sale el sol, hacer ejercicio con la música al palo cuando tengo ganas, mirar todo el catálogo de Netflix, dormir las ocho horas que nunca duermo, cocinarme milanesas con fideos, leer los libros que nunca tenía tiempo de tocar y hacer las recetas que nunca encontraba el momento para comenzar. Elijo usar cada minuto de esta experiencia surrealista para reencontrarme conmigo, para hacer el esfuerzo de entender por fin que soy la única persona  a la que debería querer gustarle. Y creo que todos deberíamos intentar hacer lo mismo. Capaz así podamos volver al mundo siendo incluso mejores, o aunque sea un poco más felices.

domingo, 15 de marzo de 2020

Bombón asesino

Al lado de mi casa hay un duplex bastante deplorable. Paredes de ladrillo con partes pintadas en un color que debió haber sido blanco cuando lo pintaron hace posiblemente más de veinte años. A uno de los dueños, nunca jamás lo vimos ni lo escuchamos. Al otro simplemente teníamos el placer de escucharlo toser por las noches. Hasta noviembre del año pasado.

Con el comienzo del calor y la temporada de pileta, un mediodía de domingo empezamos a escuchar un variado repertorio de música a todo volumen que iba desde Ozuna hasta Sandro, pasando por Marta Serra Lima y Tini. Fue ahí que descubrimos que la ventana del vestidor de mi mamá daba justo a su patio. Y ahí pudimo,s por fin, ponerle rostro a la tos que nos impedía dormir desde hace años.

Nuestro vecino, que descubrimos rondaba por los sesenta y largos años, se paseaba en malla alrededor de la pelopincho que había colocado en el patio. Era alto y delgado, solo con una inevitable panza cervecera. Tenía el cabello claramente teñido con un rubio casi tan llamativo como el de Susana Gimenez, la piel pálida después de todos los meses de invierno y cara de pocos amigos.

No estaba solo, por supuesto. Una mujer bajita unos veinte años menor que él, con el cabello teñido de un rojo furioso, una bikini desgastada con flores de varios colores y unas piernas regordetas cubiertas de una mezcla de estrías y celulitis lo acompañaba.

Con la música de fondo, ella posaba frente a la pelopincho como si estuviese en la mismísima pileta de un all inclusive en Playa del Carmen y él se contorsionaba tanto como su artrosis le permitía para lograr la mejor foto posible.

Desde ese día en adelante, no hubo un solo domingo en que no repitieran esa rutina. Ambos fielmente junto a la pelopincho con la música lo suficientemente fuerte como para molestar ya no solo a todo el barrio sino a toda la ciudad. Nadaban, leían el diario, tomaban cerveza, jugaban a las cartas o bailaban. Todos los domingos una actividad diferente pero religiosamente ahí.

Hoy, primero de Marzo, la escena es igual. Él sentado en una silla de plástico con cerveza en mano leyendo el diario después de nadar como si estuviese en una pileta olímpica. Ella recostada sobre una silla igual con los ojos cerrados, intentando adueñarse de los últimos rayos de sol del verano. De fondo, "Bombón Asesino" de Los Palmera musicalizaba la escena.

"Al final, acá estamos mejor que en Mar del Plata" los escuchamos coincidir a los dos uno de esos tantos domingos.

Mi hermana se paseaba por la casa acentuando lo bizarro de toda la situación, con las sillas de plástico, el duplex corroído y la pelopincho desgastada. Sacaba una foto de tanto en tanto y se la mandaba a sus amigas para compartir el chiste.

Mi mamá simplemente se quejaba de la música y repetía domingo tras domingo, que si la mujer no se compraba una malla nueva, le iba a regalar una para las próximas fiestas.

"Yo los admiro, la verdad" Fue lo único que atiné a decir hoy durante el almuerzo. Y tal vez a su pesar, mi hermana y mi mamá coincidieron.

Cualquiera podría catalogar la escena como bizarra o incluso marginal. Era cierto que parecía que las paredes estaban a punto de caerse, que la malla de ella ya estaba toda decolorada y que el agua de la pileta de tanto en tanto se volvía verde. Pero también era innegable la felicidad que tenían cada vez que se los veía bailando un tema de Rodrigo, brindando con sus latas de cerveza o nadando como si estuvieran en el mar caribe.

Ojalá pudiésemos poner la música que nos gusta al palo, sin pensar en qué dirán los demás. Ojalá pudiésemos conformarnos y ser felices con una pelopincho en lugar de pasarnos la vida deseando estar en el Caribe.

Sí, la escena era digna de una película de comedia de Suar. Pero la realidad es que, detrás de toda la risa que pueda causar, en el fondo creo que a todos nos gustaría tener la felicidad de mis vecinos. Con o sin pelopincho.

domingo, 8 de marzo de 2020

Feliz día

Mi hermana de ocho años, me cuenta, que no le gusta ir al colegio porque ahí las chicas la cargan. Dicen que es fea por usar lentes, aparatos, tener panza y no estar de novia.

Mi prima de once años llora, porque en los locales de ropa de moda, ninguno de los talles le queda.

Mi ahijada de quince me llamó llorando a la salida de una fiesta. Un compañero le había dicho a todos sus amigos que era una histérica, porque ella no lo había dejado tocarla.

Mi hermana de diecisiete me contó, que el ex de una amiga de ella hizo virales los nudes que ella le mandaba cuando estaban de novios.

A la hija de veinte del portero, nos contaron el otro día, la tuvieron internada las últimas dos semanas. Resulta que casi se muere por un aborto mal practicado en una clínica clandestina.

A una amiga de veintidós el novio le pegó una piña el sábado pasado porque había vuelto en pedo de bailar con las amigas. Ella lo perdonó, porque él le dijo que había sido sin querer, por la bronca, porque él solo quería cuidarla.

La hija de veinticinco de un amigo de la familia, se fue de vacaciones al sur con las amigas dos semanas. Ayer nos llamaron desesperados porque hace dos días, nadie sabe nada de ninguna.

A la vecina de treinta, nos enteramos, el marido la dejó por una de veinte. Ahora ella cría a sus tres hijos sola sin siquiera recibir un peso de la cuota de alimentos.

La pareja de mi papá de cuarenta, cobra un sueldo mucho menor que su compañero a pesar de que trabajan las mismas horas, en el mismo lugar y compartiendo las mismas tareas.

A mi mamá de cincuenta la descartaron para un ascenso por tener hijas chicas. Aunque el gerente que eligieron en su lugar es padre de dos nenes recién nacidos.

La señora que limpia en casa de sesenta, llegó llorando el otro día porque un tipo en el bondi se había masturbado al lado de ella.

A mi abuela de setenta, nunca la dejaron estudiar. Su familia le decía que así, no iba a encontrar un tipo nunca. Porque nadie se casaba con una mina que elegía ganarse la vida por su cuenta.

No niego ni afirmo conocer a estas mujeres. No niego ni afirmo escuchar o ver cosas como estas todos los días. No niego ni afirmo haber experimentado en carne propia mucha de estas cosas. 

El patriarcado no sabe de edad. Es más viejo que todos nosotros juntos y nos lastima en lugares y de maneras que, a veces ni siquiera somos capaces de reconocer. Porque nacimos, crecimos y seguimos viviendo dentro de esa cultura que nos enseña que esas cosas están bien y son normales.

Así que hoy no quiero tu feliz día ni tus flores o tus bombones. No quiero ninguna cadena de whatsapp o campaña de marketing berreta apoyando mi lucha. Mucho menos quiero que halagues mis supuestas virtudes femeninas en un mensaje de mil colores.

Quiero un día en el que seamos libres. Un día sin mujeres golpeadas, abusadas o asesinadas. Un día en el que pueda volver a casa sin miedo. Un día en el que caminar por la calle no signifique soportar gritos, chiflidos o "piropos" no deseados. Un día en el que tengamos las mismas oportunidades laborales que cualquier hombre. Un día en el que no escuche comentarios machistas o estigmatizadores en los medios. Un día en el que no tenga que cumplir con un estereotipo imposible de alcanzar. Un día en el que podamos pararnos en el mundo como iguales.

Básicamente quiero un día en el que no sea necesario tener un día para acordarnos de todo esto. Porque de nada sirven 24 horas, si las restantes 8736 van a ser prueba de todo lo contrario. Esta lucha es los 365 días del año y es para derribar una cultura que nos lastima a todos. Porque, sí, nuestras prisiones son muy distintas, pero creo fervientemente que mientras haya alguien encadenado, ninguno va a poder ser realmente libre.  

martes, 31 de diciembre de 2019

A G R A D E C E R

Este año me deja corta de palabras pero llena de emociones que todavía no puedo descifrar con claridad. Pero gracias. Si tuviese que resumir este año en una palabra, sería esa. Me cumpliste desde el capricho más reciente a lo que anhelaba hace años. Me transformaste en una mejor versión de mi misma y que sabe que le queda muchísimo por crecer. Me tiraste con situaciones que jamás me imaginé que viviría, y no siempre en el mejor de los sentidos. Pero, más importante, me hiciste increíblemente consciente de todo lo que tengo y siempre tuve, aunque a veces no le diese la relevancia suficiente. 

Gracias por abrirme los ojos, por hacer que me diera cuenta de lo feliz y afortunada que soy de tener la vida que tengo. Gracias por darme la valentía para jugármela por lo que siento. Gracias por ayudarme a creérmela un poco más. Gracias por cada minuto de cada día que representaba una oportunidad para jugar. Gracias por toda la gente hermosa que me cruzaste. Gracias por cada viejo conocido con el que me permitiste seguir compartiendo. Gracias por tenerme corriendo de un lado para el otro, porque aunque a veces sentía que mis días no tenían fin, descubrí el agotamiento más satisfactorio. Gracias por cuidarme a mí y a todos los que me rodean. Gracias por llenarme de tantas risas y de tanto amor. Gracias hasta por las lágrimas, los gritos, la bronca y la desesperación también. Gracias por cada golpe de suerte que parecía imposible. Gracias por tanta buena energía. Gracias por enseñarme a agradecer.

Tengo tanto para decir sobre vos y tan poco tiempo para procesarlo que todavía no sé bien cuándo voy a poder poner en palabras todo lo que me hiciste sentir. Si tengo algo para recriminarte o para pedirle a este 2020 es simplemente eso, que me cumpla un solo deseo más. Que me de el tiempo para sacarle el polvo al teclado de la computadora y que me permita volver a escribir todo eso que solo sé expresar de esta manera. Del resto me puedo encargar yo. 

2020, ¿qué decirte? No te voy a mentir, te tengo un poco de miedo. Hay mucho marketing y la vas a tener difícil, teniendo la vara tan alta. Así que vení con lo mejor que tengas que yo te espero con ojos renovados y muchas ganas de seguir por el camino que vengo. Como digo todos los años, sorprendeme, yo te espero con lo mejor que tengo. Chinchin.

jueves, 14 de noviembre de 2019

No sos vos, soy yo

Perdón. Antes que nada, para que sepas que nada de todo esto (lo que pasó, está pasando y sé que va a pasar) fue malintencionado. Pasa que vos no te diste cuenta. No pudiste ver que detrás de toda esta fachada, emocionalmente tengo goteras por todos lados. Me encantaría saber, y aún más poder explicarte, el por qué.

No sos vos, soy yo. Con todo lo cliché que eso conlleva. Vos siempre hiciste todo bien, incluso mejor de lo que imaginé posible. Hasta me atrevería a decir, que en el tiempo que pasó, demostraste ser básicamente todo lo que yo esperaba de una persona. Bueno, frontal, inteligente, carismático y para nada desagradable a la vista. Fue poco tiempo y seguramente me faltaron detalles más desagradables por conocer, pero prefiero hacerme cargo solamente de lo que conozco.

Simplemente no me gustas. Te veo y no se me da vuelta el estómago. Tengo mensajes tuyos esperando respuesta hace más de tres horas y ni la más mínima intención de contestarlos en un futuro cercano. No me emociona la idea de verte ni cuento los minutos que tardas en contestarme. Así de cruel y dramático se siente todo.

Creeme, tengo más bronca yo que vos. Uno se pasa la vida buscando a alguien que cumpla con todas las expectativas, solo para que cuando aparece alguien que más o menos alcanza todos los estándares se olvide la química. No sos vos, no sé qué mierda es pero hay algo que falta y que descubrí esencial. Algo que, irónicamente, resulté tener con cada pelotudo que se me cruzó y no con una persona decente como vos.

No voy a justificarme. Ya admití estar emocionalmente marchita y tal vez esto es simplemente a lo que se refería Benedetti con estar "seco emocionalmente". No voy a negar que capaz soy yo, que perdí la capacidad de emocionarme e ilusionarme cuando aparece alguien que me llama la atención.

Ojalá me gustaras. Pasé las últimas semanas intentando mirar la pantalla con cariño, intentando autoconvencerme de todas tus virtudes y todas las razones que tengo para quererte. Me dediqué exclusivamente a intentar decir con convicción cada "yo también tengo ganas de verte" cuando no lo sentía en lo más mínimo. Me convencí de que ese algo que me faltaba llegaría con el tiempo, que estaba esperando que todo pasara demasiado rápido. Pero soy de las personas que creen que la química se tiene o no se tiene. E incluso con toda la espera incluida, con vos no la tengo. Y creeme cuando te digo, que esto me duele más a vos que a mí.

Siempre fuiste honesto conmigo, y te lo agradezco. También es esa la razón por la que me siento en la necesidad de ser honesta con vos. La realidad es que no puedo estar segura de qué es lo que a vos te pasa conmigo. Me refugio en la idea de que vos tampoco pudiste generar esa emoción, aunque tal vez es simplemente para intentar sentirme menos culpable respecto a cómo maneje esta situación. Para evitar sentirme como todos esos pibes verseros que repudié toda la vida y en los que terminé convirtiéndome, con palabras falsas y cortes de la nada pero que ellos en realidad sabían inminentes.

Perdón, otra vez. Por todos los mensajes que realmente nunca sentí, por si te hice creer que estaba medianamente enganchada cuando no se me movía ni un pelo. Por la falsa emoción que transmitía y principalmente por no haber sido honesta antes. Sos un gran pibe, o aunque sea de eso me convenciste. Y si el problema soy yo o alguna fórmula química que simplemente escapó nuestros cálculos, espero que puedas encontrar a alguien que haga que te cierren todos los números.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

La felicidad está adentro de uno

Crecí toda mi vida sabiendo que era gorda. Fotos de primaria con la cara más redonda y con mi familia recordándomelo cada vez que tenía la imprudencia de acercar la mano a alguna panera. Lloraba en los probadores cada vez que tenía que ir a comprarme un jean o cuando me daba cuenta que mi mamá ya no sabía dónde comprarme ropa porque los locales que me gustaban no tenían mi talle.

Con la pubertad se podría decir que me acomodé. La cara se hizo un poco menos redonda, y el resto se distribuyó en un par de centímetros más. Pero nunca fui lo que se conoce como flaca. No sabía lo que era una panza chata y no conocí lo que era usar una bikini sin remera encima hasta los 15. Tenía toda la grasa mal localizada, todo se me estancaba en la panza y en las piernas. Pero me encantaba comer. Comía lo que quería, cuando quería y aunque no me gustaba del todo lo que me mostraba mi reflejo en el espejo la comida era más fuerte.

Lo supe siempre pero nunca tuve la determinación para cambiarlo hasta que sí. Con 18 años, recién arrancando la facultad, con 48 kilos y todos los aires de cambio me determiné a bajar tres kilos y llegar a mis deseados 45. 45 kilos con los que estaba convencida que todo en mi cuerpo se iba a ver mejor. Arranqué a ir al gimnasio religiosamente tres veces por semana, me descargué todas esas aplicaciones que calculan los pasos que caminás y las calorías que ingerís, determinada a no consumir más de 1000 calorías por día y a atragantarme a verduras que hasta el día anterior detestaba.

Al mes ya sabía, antes de sentarme en una mesa, las calorías y propiedades de todo lo que había para comer ese día y el siguiente, sabía cuántos pasos caminaba por día y cuántas calorías ganaba con esos pasos, iba cada vez más horas al gimnasio y cuando tenía dos minutos libres hacía abdominales en mi casa. Me iba a dormir con la panza rugiéndome del hambre y era feliz, porque sabía que mi esfuerzo entonces estaba dando resultado.

A los dos meses había llegado a mis esperados 45 kilos pero nada se había acomodado, mi panza seguía sin estar chata y mis piernas seguían pareciendo macetas. "Bueno, seguí bajando un poco más entonces. Total estos tres los bajaste re fácil." Ahí dejé de menstruar. Empecé a cancelar salidas con amigos bajo falsas excusas para no tener que ir a comer a lugares con comida chatarra o para no tener que faltar al gimnasio. Me salieron moretones en la espalda de hacer abdominales en el piso y cuando me lastimaba, las heridas tardaban meses en curarse.

"¡Qué flaca que estás!", "¿Vos estás comiendo bien?", "Me dijo tu abuela que estás yendo mucho al gimnasio, no te zarpes", "Debe ser el estrés por la facultad", "Mirá cómo tenés los bracitos, comé bien por favor" Dos meses después había bajado tres kilos más. Para ese entonces los mensajes de la gente que me rodeaba eran contradictorios. Amigas que envidiaban mi panza chata, familiares que me pedían que coma un poquito más aunque sea. Yo ya no escuchaba a nadie más. No podía (y en cierto punto no quería) parar. ¿De qué hablaban? Mis brazos recién en ese momento empezaban a estar normales y no obesos, recién ahí empecé a ver a mis costillas surgir y mis piernas marcaban más mis rodillas. Para mí, yo estaba bien, lo tenía todo controlado. Pensaba que cuando quisiese dejar de bajar de peso, simplemente podría hacerlo.

Después de medio año sin menstruación y que me bajara la presión cada vez que iba a la facultad, me mandaron a hacer unos análisis de sangre y otros estudios. Tenía el cortisol por las nubes, las transaminasas en cualquier lado y una arritmia que hasta ese momento nunca había existido. Mi médica me tradujo todos esos datos diciéndome que como mi cuerpo no recibía energía por la comida y no tenía más grasa, se había empezado a comer a si mismo y había empezado por mi hígado y mi corazón. Recién ahí tuve miedo. Me tuve miedo a mí, a terminar matándome a mi misma. Pero no era consciente de que todo ese tiempo yo no había estado ahí, yo ya estaba muerta. Quien habitaba mi cuerpo y mi cerebro en ese momento era cualquiera menos yo. Y fuese quien fuese estaba haciendo que me autodestruyera.

Mi médica me preguntaba por qué no comía. "No sé, no tengo hambre" Y era parcialmente verdad en ese momento. Después de haber bajado seis kilos, terminaba de comer una manzana y ya estaba llena. Pero nunca aclaré que antes me iba a dormir feliz y muerta de hambre. Me dijo que vaya al psicólogo y patalee y lloré como a los cinco años en negación. Porque yo no necesitaba ir al psicólogo, no estaba enferma, yo lo tenía controlado. Solo que en el fondo sabía que no podía, pero admitirlo era reconocer que me había equivocado, que no tenía el control y que tal vez sí tenían razón, capaz sí se me había ido de las manos. Capaz sí estaba enferma.

Un mes después estaba yendo a consultas regulares con un nutricionista, psicólogo, ginecólogo y mi médica de cabecera. Tenía básicamente prohibida cualquier actividad aeróbica y tenía que comer como mínimo seis veces al día. Me iba a dormir con la panza al borde del estallo y llorando siempre. Porque sabía que estaba enferma pero más me dolía que el resto lo supiera. Porque todo eso que había bajado había sido en vano. "Yo quiero que peses mínimo 50 kilos, que es el mínimo sano para tu altura" me había dicho la nutricionista y me largué a llorar desconsoladamente, repitiéndole a mi mamá en el auto que si me obligaban a subir a 50 después los iba a bajar de una forma u otra.

Muy a mi pesar empecé a engordar. Hacía lo que me decían, no sé si por mí o para evitar la preocupación del resto. Iba a la nutricionista una vez cada dos semanas y engordaba tanto o más rápido que un bebé recién nacido. Y en un momento se hizo natural, tenía más hambre, empecé a comer mejor, pude volver a ir al gimnasio. Ya no sentía cada kilo que engordaba, llegó un momento en el que dejé de notar dónde se alojaban.

"Qué bien que estás", "Te veo mucho mejor, me alegro" Porque la gente opina a lo largo de todo el proceso, para bien o para mal. Hoy, un año después de haber pesado 42 kilos puedo decir que engordé nueve. Peso 51 kilos y mi nutricionista tenía razón, era un buen peso para mi altura. Me miro en el espejo y tengo formas. Tengo piernas marcadas, cada tanto me despierto deshinchada y se ven unos atisbos de abdominales. Me siento linda gran parte del tiempo. Volví a salir con mis amigas y, después de un año y muchos intentos con pastillas anticonceptivas, por primera vez volví a menstruar por mi cuenta.

Igual no, no todo es color de rosas. Hay días que tengo la panza inflada como una embarazada de siete meses, me molestan las estrías que tengo en las piernas y en la cola y el brazo se me sacude cada vez que le echo sal a la comida. A veces me tengo que contener de sentarme en la mesa y no contar las calorías de todo lo que tengo en frente. Cada tanto me duele cuando salimos a comer afuera y no hay ninguna opción medianamente saludable o cuando siento que no di todo en el gimnasio. Pero estoy mejor, porque aunque estas cosas siguen sucediendo son más los momentos que me siento feliz con cómo estoy hoy.

Si hoy mi médica me preguntara nuevamente por qué dejé de comer, aún después de un año y medio de terapia, le diría que no sé. Capaz fue esa idea de que siempre fui gorda, capaz fue para no llorar cuando me probaba un jean, porque pensé que bajando unos kilos me iba a sentir una diosa modelo de Victoria's Secret o porque necesitaba tener el control aunque sea sobre un aspecto de mi vida. Cualquiera fuese la razón, ciertamente no funcionó. Hoy peso mucho más que antes pero desfilo de mi reposera hacia el mar como si tuviese el lomazo de Jesica Cirio, me pongo tops y shorts, me saco fotos en malla y las subo por todos lados. Porque aprendí, por las malas, que el número que ves en la balanza no es proporcional a cuán linda sos. Que la seguridad en uno mismo no se gana bajando un par de kilos. Que el resto del mundo no te va a querer más porque te mueras de hambre. Que no puedo controlar todo sola. Que a veces está bien dejar que te ayuden, admitir que te equivocaste. Creeme, hablo desde la experiencia.

Es un proceso y no es fácil. Aprender a quererse es algo que se trabaja todo los días y cada vez que te mirás al espejo. Es animarte a salir de short aunque te de vergüenza que capaz se den cuenta de tu celulitis. Animarte a tomar esa cerveza con amigos sin pensar en cómo vas a hacer para bajarla. Hacer lo que te gusta por la excitación y no para "bajar la panza". Tomar sol en bikini aunque sientas que te miran los kilos de más. Aprender que sos mucho más que todas esas cosas y que te mereces solo lo que te haga feliz. Y es ahí, cuando empezás a perdonarte los kilos, las estrías, las manchas y cada imperfección, cuando te cuidás y empezás a ponerte primero porque te das cuenta que sos la única persona con la que vas a convivir toda tu vida. Al principio cuesta y cuesta mucho, pero lentamente se convierte en hábito.

Hoy a la distancia lo entiendo y me pido perdón por todos los llantos en un probador que no se merecía mis lagrimas, por todas las tardes en la pileta que sacrifiqué por miedo al qué dirán, por todas las juntadas con amigas a las que falté, por todos los minutos que pasé muerta de hambre, por el infierno que me obligué a atravezar y por no poder entender que así como soy estoy bien.

Me gustaría decir que estoy curada, que no pienso ni un poco en lo que como, que hoy soy feliz, que me amo y todo en mi vida es perfecto como si nada hubiese sucedido. Pero no es así, capaz esas cosas no cambien nunca, capaz nunca termine de estar curada. A pesar de eso, hoy me abrazo. Por todo lo que crecí y por lo que me queda por crecer, porque sé cúanto me estoy esforzando. Más que nada porque ahora todo lo que hago lo hago por mí, porque descubrí que la felicidad está dentro mío y no en la opinión de nadie más. Y eso para mí ya es ganar.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Mirá cómo nos ponemos

Un bocinazo mientras caminas pero que estás segura que fue por el tránsito y no por el short, a pesar de la mirada clavada del tipo que conduce.

Un silbido al pasar que te convences que imaginaste o simplemente no era para vos y tu escote.

Un comentario desubicado que te gritan pero que ignorás y pensás que seguro escuchaste mal o fue para otro.

Un tipo que disminuye la velocidad para andar al mismo ritmo que vos mientras te mira de arriba abajo aunque solamente estás con el uniforme del colegio.

Una mano que se mete abajo de tu pollera en un boliche porque y sí, claro, si la uso tan corta cómo no me van a querer tocar.

Un compañero que te arrincona contra la pared intentando robarte un beso y que cuando al fin desiste se va al grito de "uh qué mina histérica".

Una foto que te juraron millones y millones de veces que iba a quedar en la intimidad y que, por alguna razón, hoy es parte de la intimidad de una incontable cantidad de personas.

Un "No" que estás convencida que pronunciaste millones de veces esa misma noche y tantas otras veces pero que, aparentemente, no se escucho.

Mirá cómo nos ponemos. Porque cualquier mujer, sin rango de edad, paso por alguna de estas situaciones.

Mirá cómo nos ponemos. Porque tuvimos que aprender a convivir con el miedo y la impotencia , hasta el punto de naturalizarlo cada vez que salíamos a la calle.

Mirá cómo nos ponemos. Porque también nos enseñaron que todo eso que nos pasaba era culpa nuestra, por la ropa que usábamos, los horarios en los que salíamos, el maquillaje que nos poníamos, los lugares por los que andábamos y los supuestos mensajes provocativos que enviábamos.

Mirá cómo nos ponemos. Porque cuando una se anima a hablar, tiene que someterse a una infinidad de preguntas humillantes, a revivir todos los detalles simplemente para intentar ganar credibilidad en una sociedad que desde una inicio la juzga por su apariencia, la forma en que denunció, la claridad de sus explicaciones y el tiempo que tardó en hacerlo.

Mirá cómo nos ponemos. Porque la víctima cuando habla se convierte en el victimario, por intentar arruinar, supuestamente sin ningún tipo de pruebas, la reputación de un tipo que hasta las últimas consecuencias es por muchos considerado inocente. Y porque muchas veces la única reputación destruida es la de la mujer que denuncia, tachada de mentirosa, busca fama, provocadora o problemática.

Mirá cómo nos ponemos. Porque es necesario que una chica se junte con un grupo de actrices mediáticas en una conferencia de prensa a contar con lujo de detalles su violación para que (la mayoría, aunque ni siquiera todos) le crean. A ella y a las otras tres mujeres que ya lo habían denunciado de acoso pero que simplemente habían sido marginadas y ninguneadas por los medios.

Mirá cómo nos ponemos. Porque fue necesario que él fuese casi treinta años mayor y que fuese en la gira de una conocida novela infantil para que la gente se escandalizara.

Mirá cómo nos ponemos. Porque atrás de esa chica hay millones de chicas más que no se animan a hablar, que hablaron y no fueron escuchadas o que simplemente todavía no son conscientes de lo que vivieron.

Mirá cómo nos ponemos. Porque ahora nos dimos cuenta que todas esas situaciones (y muchas más) que nos vemos obligadas a vivir todos los días no son normales y, más importante, no son culpa nuestra. Porque nos dimos cuenta que no somos histéricas, ni exageradas ni locas. Porque nos dimos cuenta que es momento de recuperar la decisión sobre nuestra vida y nuestro cuerpo que desde chicas nos robaron. Porque nos dimos cuenta que ese "NO" que pensamos que no se había escuchado sí se escuchó, solo que a la otra persona simplemente no le interesó. Porque nos dimos cuenta que es este el momento de hablar, de que se haga justicia, de que podamos vivir libres, felices y en paz.

Mirá cómo nos ponemos. Porque estamos haciendo historia, te sumes o no a nuestra lucha, y no vamos a parar hasta tirar abajo esta sociedad que nos enseñó que no podemos vivir tranquilas y en libertad solo por ser mujeres ¿Sentís cómo tiembla? Nosotras no temblamos más, ahora queda ver cómo se cae.

Mirá cómo nos ponemos. Y a partir de ahora prestá muchísima atención, porque esto recién empieza.