Al lado de mi casa hay un duplex bastante deplorable. Paredes de ladrillo con partes pintadas en un color que debió haber sido blanco cuando lo pintaron hace posiblemente más de veinte años. A uno de los dueños, nunca jamás lo vimos ni lo escuchamos. Al otro simplemente teníamos el placer de escucharlo toser por las noches. Hasta noviembre del año pasado.
Con el comienzo del calor y la temporada de pileta, un mediodía de domingo empezamos a escuchar un variado repertorio de música a todo volumen que iba desde Ozuna hasta Sandro, pasando por Marta Serra Lima y Tini. Fue ahí que descubrimos que la ventana del vestidor de mi mamá daba justo a su patio. Y ahí pudimo,s por fin, ponerle rostro a la tos que nos impedía dormir desde hace años.
Nuestro vecino, que descubrimos rondaba por los sesenta y largos años, se paseaba en malla alrededor de la pelopincho que había colocado en el patio. Era alto y delgado, solo con una inevitable panza cervecera. Tenía el cabello claramente teñido con un rubio casi tan llamativo como el de Susana Gimenez, la piel pálida después de todos los meses de invierno y cara de pocos amigos.
No estaba solo, por supuesto. Una mujer bajita unos veinte años menor que él, con el cabello teñido de un rojo furioso, una bikini desgastada con flores de varios colores y unas piernas regordetas cubiertas de una mezcla de estrías y celulitis lo acompañaba.
Con la música de fondo, ella posaba frente a la pelopincho como si estuviese en la mismísima pileta de un all inclusive en Playa del Carmen y él se contorsionaba tanto como su artrosis le permitía para lograr la mejor foto posible.
Desde ese día en adelante, no hubo un solo domingo en que no repitieran esa rutina. Ambos fielmente junto a la pelopincho con la música lo suficientemente fuerte como para molestar ya no solo a todo el barrio sino a toda la ciudad. Nadaban, leían el diario, tomaban cerveza, jugaban a las cartas o bailaban. Todos los domingos una actividad diferente pero religiosamente ahí.
Hoy, primero de Marzo, la escena es igual. Él sentado en una silla de plástico con cerveza en mano leyendo el diario después de nadar como si estuviese en una pileta olímpica. Ella recostada sobre una silla igual con los ojos cerrados, intentando adueñarse de los últimos rayos de sol del verano. De fondo, "Bombón Asesino" de Los Palmera musicalizaba la escena.
"Al final, acá estamos mejor que en Mar del Plata" los escuchamos coincidir a los dos uno de esos tantos domingos.
Mi hermana se paseaba por la casa acentuando lo bizarro de toda la situación, con las sillas de plástico, el duplex corroído y la pelopincho desgastada. Sacaba una foto de tanto en tanto y se la mandaba a sus amigas para compartir el chiste.
Mi mamá simplemente se quejaba de la música y repetía domingo tras domingo, que si la mujer no se compraba una malla nueva, le iba a regalar una para las próximas fiestas.
"Yo los admiro, la verdad" Fue lo único que atiné a decir hoy durante el almuerzo. Y tal vez a su pesar, mi hermana y mi mamá coincidieron.
Cualquiera podría catalogar la escena como bizarra o incluso marginal. Era cierto que parecía que las paredes estaban a punto de caerse, que la malla de ella ya estaba toda decolorada y que el agua de la pileta de tanto en tanto se volvía verde. Pero también era innegable la felicidad que tenían cada vez que se los veía bailando un tema de Rodrigo, brindando con sus latas de cerveza o nadando como si estuvieran en el mar caribe.
Ojalá pudiésemos poner la música que nos gusta al palo, sin pensar en qué dirán los demás. Ojalá pudiésemos conformarnos y ser felices con una pelopincho en lugar de pasarnos la vida deseando estar en el Caribe.
Sí, la escena era digna de una película de comedia de Suar. Pero la realidad es que, detrás de toda la risa que pueda causar, en el fondo creo que a todos nos gustaría tener la felicidad de mis vecinos. Con o sin pelopincho.
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