martes, 21 de abril de 2020

El riesgo siempre al margen


Mis abuelos amanecen todos los días antes de que el sol se cuele por las persianas de su cuarto. Desayunan juntos, como en una mañana cualquiera, té y tostadas con mermelada para acompañar la combinación de pastillas que la edad les exige.

Para el resto del día de cuarentena, la rutina es básicamente siempre la misma.

Mi abuela, con sus 74 años, prende la radio a todo lo que da y se pone a limpiar la casa como si con cada escobazo colaborara a la erradicación del coronavirus del mundo. Después se pone la ropa deportiva y corre por el departamento cual pista de atletismo del Parque Chacabuco para terminar estirando al ritmo de una sofisticada pieza clásica, recordando sus años como profesora de danza. Las tardes las dedica a mirar algo en una de las tantas plataformas de streaming y a cocinar algún manjar casero para la cena que tendrán en la mesa estratégicamente ubicada al lado de la ventana del comedor.

Mi abuelo, con sus 76 años, aprovecha los días y la falta de trabajo para leer todos esos artículos y hacer todas esas investigaciones que habitualmente le sacan el sueño. De tanto en tanto, se detiene para grabar alguna de las locuras de mi abuela o para mandar alguna nota periodística interesante al grupo de WhatsApp de la familia. Más tarde, se turna con mi abuela para correr por el departamento y después de una ducha la acompaña mirando la serie o película que haya ganado del catálogo.

Ambos empezaron el aislamiento social, preventivo y obligatorio una semana antes de que fuese, efectivamente, obligatorio. Los dos férreamente convencidos de que era la mejor (por no decir la única) opción para cuidarse a ellos mismos y al resto. Mi abuela sacrificó sus mañanas en el gimnasio y los siempre esperados cafés con amigas mientras que mi abuelo dejó sus días en Tribunales así como a sus compañeros y su vida social, por nombrar algunas cosas. Nunca emitieron ni la más mínima queja. Y no solo eso, sino que se convirtieron en el grito de aliento para todos los otros miembros de la familia. Nos recordaban que era necesario para cuidarnos, nos divertían con videos, organizaban videollamadas, nos recomendaban series, nos enviaban fotos viejas que encontraban entre tanta limpieza, nos armaban tutoriales para que hiciéramos nuestros tapabocas caseros y nos transmitían su buen humor con un mensaje de buenos días y buenas noches que, incluso hasta ahora, nunca falla en llegar.

Hoy se cumple un mes desde que el aislamiento social, preventivo y obligatorio se volvió, efectivamente, obligatorio y para todos. Es decir que ellos llevan, días más días menos, cinco semanas en su casa. Aproximadamente treinta y siete días de seguir al pie de la letra cada una las indicaciones de los gobernantes: saliendo a comprar lo mínimo indispensable al negocio más cercano, haciéndolo en el horario asignado para población de riesgo, usando tapaboca, averiguando para vacunarse y todo lo demás. Unas ochocientas ochenta y ocho horas siendo todo eso que se espera de un ciudadano responsable.

Pero mentiría si les dijera que mantienen el mismo espíritu y convicción que el primer día.

El jueves pasado, con el anuncio de la medida de que los mayores de 70 deberían pedir un permiso para circular, mi abuela terminó llamando al 147 en un ataque de desolación. No con la pobre Graciela que tuvo la mala suerte de ser la persona del otro lado de la línea, posiblemente con nadie en particular, pero sí un poco con todos. Definitivamente con toda la situación, aunque nadie pueda hacerse cargo de eso.

Ese día el mensaje de buenas noches de mi abuelo no fue un “que descansen, dulces sueños” adornado con emojis de todos los colores. Lo único que llegó fue, ni más ni menos, que una grabación que había hecho de esa llamada. Un audio de poco más de cinco minutos que desenmascaró la realidad que nadie en el grupo de WhatsApp de la familia imaginaba detrás de lo que parecía un idílico aislamiento en la casa en la que solíamos almorzar domingo tras domingo.

Un audio con la voz quebrada de mi abuela repitiéndole una y otra vez a la operadora que los habían abandonado. Que la medida del horario especial en los supermercados había durado tan solo las primeras semanas y que, de un día para el otro, las grandes marcas decidieron levantar exponiéndola a ella a una cola eterna en la puerta a las siete de la mañana esperando a que se dignaran a abrir. Que cuando enviaba mails a la prepaga, por la que pagaban una fortuna mes a mes, para que les explicaran cómo y dónde vacunarse ni siquiera les contestaban. Que mi abuelo, abogado independiente, no cobraba ni un peso desde el inicio de la cuarentena porque en Tribunales no se mueve ni un solo expediente. Que pese a que él trabaja desde los dieciocho años, el único ingreso de ambos desde entonces es el de una jubilación mínima que no le alcanza a nadie. Que desde hace cinco semanas mi abuelo se pasa las horas viendo como patear pagos y de dónde sacar ahorros para seguir manteniéndolos a ambos a flote. Que la semana anterior le había enseñado a mi abuela como manejar el home banking en caso de que a él le pasara algo. Que son dos personas mayores, pero sanas y activas que incluso van al gimnasio más veces por semana que yo. Que son dos personas que se saben más en peligro que la mayoría y por eso siguen al pie de la letra cada una de las recomendaciones, incluso desde antes de que fuesen exigencias. Que sentían que el objetivo de la medida era encerrarlos en su casa para dejarlos morir sin que nadie les viera la cara.

Esa noche me fui a dormir llorando. De la bronca, de lo que los extraño, de la impotencia, de las ganas de abrazarlos, de la angustia. Entiendo que permitir la libre circulación de mis abuelos por la calle es un riesgo, no tanto para el común de la gente como lo es para ellos. Entiendo que si el sistema sanitario colapsara y hubiese que elegir entre darle un respirador a mi abuelo de casi ochenta años o a un pibe de veintitantos como yo, lo ganaría el segundo. Entiendo todas las razones detrás de las medidas que se tomaron desde el inicio de la pandemia y muchas las defiendo. Créanme que sí. Pero lo que no puedo, ni podré entender jamás, es la falta de empatía. No me entra en la cabeza que haya una prepaga a la que haya que reventar a telefonazos para pedir una vacuna y que, cuando finalmente te responden, solo te digan cuánto te la van a cobrar y la cantidad de trámites imposibles que vas a tener que hacer para conseguirla. No concibo un Estado, sea quien sea la cara que lo represente, que pretenda que dos personas sobrevivan en el encierro solamente recibiendo una jubilación cuasi inexistente y sin plantearse la posibilidad de darles alguna ayuda acorde a la situación que estamos viviendo. Me niego a marginar a esa fracción de la sociedad que se rompió el culo laburando y produciendo para el país, solo para que hoy no les retribuya siquiera la posibilidad de tener una vida digna.

Tengo veintiún años, nada de visibilización y todavía muchísimo menos poder para tomar alguna medida que realmente pueda hacer la diferencia. De tenerlo, tampoco sé si estaría en condiciones de saber qué hacer o incluso de hacerlo bien. Pero tengo la voz (por baja que sea) y en consecuencia creo que en algún punto la responsabilidad, de usar todos los recursos que tengo a mi alcance para defender todas aquellas cosas en las que creo.

Hoy creo que así como existen mis abuelos, existen miles de personas en igual o incluso peor situación. Miles de personas que quedaron sin ninguna compañía y necesitan ayuda, que se ven forzadas a vivir con lo justo a pesar de cargar con una vida de sacrificio al hombro, que no tienen la suerte de tener familiares cerca para colaborar o que directamente no tienen allegados, que tienen miedo de salir a la calle pero no tienen los medios ni el conocimiento para realizar los trámites de manera diferente. Y eso solo por nombrar un par.

Miles de personas tan valiosas como cualquier otra del rango etario que se les ocurra, con las mismas ganas de vivir y el mismo deseo de salir adelante. Miles de personas catalogadas como población de riesgo pero que, pese al peligro y miedo al que se enfrentan, fueron abandonadas. Miles de personas que, creo firmemente, que merecen que hoy más que nunca nos acordemos de que siguen ahí y que nos corresponde a todos desde nuestro lugar que estemos presentes para cuidarlos, con todo lo que eso conlleva.

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