Crecí toda mi vida sabiendo que era gorda. Fotos de primaria con la cara más redonda y con mi familia recordándomelo cada vez que tenía la imprudencia de acercar la mano a alguna panera. Lloraba en los probadores cada vez que tenía que ir a comprarme un jean o cuando me daba cuenta que mi mamá ya no sabía dónde comprarme ropa porque los locales que me gustaban no tenían mi talle.
Con la pubertad se podría decir que me acomodé. La cara se hizo un poco menos redonda, y el resto se distribuyó en un par de centímetros más. Pero nunca fui lo que se conoce como flaca. No sabía lo que era una panza chata y no conocí lo que era usar una bikini sin remera encima hasta los 15. Tenía toda la grasa mal localizada, todo se me estancaba en la panza y en las piernas. Pero me encantaba comer. Comía lo que quería, cuando quería y aunque no me gustaba del todo lo que me mostraba mi reflejo en el espejo la comida era más fuerte.
Lo supe siempre pero nunca tuve la determinación para cambiarlo hasta que sí. Con 18 años, recién arrancando la facultad, con 48 kilos y todos los aires de cambio me determiné a bajar tres kilos y llegar a mis deseados 45. 45 kilos con los que estaba convencida que todo en mi cuerpo se iba a ver mejor. Arranqué a ir al gimnasio religiosamente tres veces por semana, me descargué todas esas aplicaciones que calculan los pasos que caminás y las calorías que ingerís, determinada a no consumir más de 1000 calorías por día y a atragantarme a verduras que hasta el día anterior detestaba.
Al mes ya sabía, antes de sentarme en una mesa, las calorías y propiedades de todo lo que había para comer ese día y el siguiente, sabía cuántos pasos caminaba por día y cuántas calorías ganaba con esos pasos, iba cada vez más horas al gimnasio y cuando tenía dos minutos libres hacía abdominales en mi casa. Me iba a dormir con la panza rugiéndome del hambre y era feliz, porque sabía que mi esfuerzo entonces estaba dando resultado.
A los dos meses había llegado a mis esperados 45 kilos pero nada se había acomodado, mi panza seguía sin estar chata y mis piernas seguían pareciendo macetas. "Bueno, seguí bajando un poco más entonces. Total estos tres los bajaste re fácil." Ahí dejé de menstruar. Empecé a cancelar salidas con amigos bajo falsas excusas para no tener que ir a comer a lugares con comida chatarra o para no tener que faltar al gimnasio. Me salieron moretones en la espalda de hacer abdominales en el piso y cuando me lastimaba, las heridas tardaban meses en curarse.
"¡Qué flaca que estás!", "¿Vos estás comiendo bien?", "Me dijo tu abuela que estás yendo mucho al gimnasio, no te zarpes", "Debe ser el estrés por la facultad", "Mirá cómo tenés los bracitos, comé bien por favor" Dos meses después había bajado tres kilos más. Para ese entonces los mensajes de la gente que me rodeaba eran contradictorios. Amigas que envidiaban mi panza chata, familiares que me pedían que coma un poquito más aunque sea. Yo ya no escuchaba a nadie más. No podía (y en cierto punto no quería) parar. ¿De qué hablaban? Mis brazos recién en ese momento empezaban a estar normales y no obesos, recién ahí empecé a ver a mis costillas surgir y mis piernas marcaban más mis rodillas. Para mí, yo estaba bien, lo tenía todo controlado. Pensaba que cuando quisiese dejar de bajar de peso, simplemente podría hacerlo.
Después de medio año sin menstruación y que me bajara la presión cada vez que iba a la facultad, me mandaron a hacer unos análisis de sangre y otros estudios. Tenía el cortisol por las nubes, las transaminasas en cualquier lado y una arritmia que hasta ese momento nunca había existido. Mi médica me tradujo todos esos datos diciéndome que como mi cuerpo no recibía energía por la comida y no tenía más grasa, se había empezado a comer a si mismo y había empezado por mi hígado y mi corazón. Recién ahí tuve miedo. Me tuve miedo a mí, a terminar matándome a mi misma. Pero no era consciente de que todo ese tiempo yo no había estado ahí, yo ya estaba muerta. Quien habitaba mi cuerpo y mi cerebro en ese momento era cualquiera menos yo. Y fuese quien fuese estaba haciendo que me autodestruyera.
Mi médica me preguntaba por qué no comía. "No sé, no tengo hambre" Y era parcialmente verdad en ese momento. Después de haber bajado seis kilos, terminaba de comer una manzana y ya estaba llena. Pero nunca aclaré que antes me iba a dormir feliz y muerta de hambre. Me dijo que vaya al psicólogo y patalee y lloré como a los cinco años en negación. Porque yo no necesitaba ir al psicólogo, no estaba enferma, yo lo tenía controlado. Solo que en el fondo sabía que no podía, pero admitirlo era reconocer que me había equivocado, que no tenía el control y que tal vez sí tenían razón, capaz sí se me había ido de las manos. Capaz sí estaba enferma.
Un mes después estaba yendo a consultas regulares con un nutricionista, psicólogo, ginecólogo y mi médica de cabecera. Tenía básicamente prohibida cualquier actividad aeróbica y tenía que comer como mínimo seis veces al día. Me iba a dormir con la panza al borde del estallo y llorando siempre. Porque sabía que estaba enferma pero más me dolía que el resto lo supiera. Porque todo eso que había bajado había sido en vano. "Yo quiero que peses mínimo 50 kilos, que es el mínimo sano para tu altura" me había dicho la nutricionista y me largué a llorar desconsoladamente, repitiéndole a mi mamá en el auto que si me obligaban a subir a 50 después los iba a bajar de una forma u otra.
Muy a mi pesar empecé a engordar. Hacía lo que me decían, no sé si por mí o para evitar la preocupación del resto. Iba a la nutricionista una vez cada dos semanas y engordaba tanto o más rápido que un bebé recién nacido. Y en un momento se hizo natural, tenía más hambre, empecé a comer mejor, pude volver a ir al gimnasio. Ya no sentía cada kilo que engordaba, llegó un momento en el que dejé de notar dónde se alojaban.
"Qué bien que estás", "Te veo mucho mejor, me alegro" Porque la gente opina a lo largo de todo el proceso, para bien o para mal. Hoy, un año después de haber pesado 42 kilos puedo decir que engordé nueve. Peso 51 kilos y mi nutricionista tenía razón, era un buen peso para mi altura. Me miro en el espejo y tengo formas. Tengo piernas marcadas, cada tanto me despierto deshinchada y se ven unos atisbos de abdominales. Me siento linda gran parte del tiempo. Volví a salir con mis amigas y, después de un año y muchos intentos con pastillas anticonceptivas, por primera vez volví a menstruar por mi cuenta.
Igual no, no todo es color de rosas. Hay días que tengo la panza inflada como una embarazada de siete meses, me molestan las estrías que tengo en las piernas y en la cola y el brazo se me sacude cada vez que le echo sal a la comida. A veces me tengo que contener de sentarme en la mesa y no contar las calorías de todo lo que tengo en frente. Cada tanto me duele cuando salimos a comer afuera y no hay ninguna opción medianamente saludable o cuando siento que no di todo en el gimnasio. Pero estoy mejor, porque aunque estas cosas siguen sucediendo son más los momentos que me siento feliz con cómo estoy hoy.
Si hoy mi médica me preguntara nuevamente por qué dejé de comer, aún después de un año y medio de terapia, le diría que no sé. Capaz fue esa idea de que siempre fui gorda, capaz fue para no llorar cuando me probaba un jean, porque pensé que bajando unos kilos me iba a sentir una diosa modelo de Victoria's Secret o porque necesitaba tener el control aunque sea sobre un aspecto de mi vida. Cualquiera fuese la razón, ciertamente no funcionó. Hoy peso mucho más que antes pero desfilo de mi reposera hacia el mar como si tuviese el lomazo de Jesica Cirio, me pongo tops y shorts, me saco fotos en malla y las subo por todos lados. Porque aprendí, por las malas, que el número que ves en la balanza no es proporcional a cuán linda sos. Que la seguridad en uno mismo no se gana bajando un par de kilos. Que el resto del mundo no te va a querer más porque te mueras de hambre. Que no puedo controlar todo sola. Que a veces está bien dejar que te ayuden, admitir que te equivocaste. Creeme, hablo desde la experiencia.
Es un proceso y no es fácil. Aprender a quererse es algo que se trabaja todo los días y cada vez que te mirás al espejo. Es animarte a salir de short aunque te de vergüenza que capaz se den cuenta de tu celulitis. Animarte a tomar esa cerveza con amigos sin pensar en cómo vas a hacer para bajarla. Hacer lo que te gusta por la excitación y no para "bajar la panza". Tomar sol en bikini aunque sientas que te miran los kilos de más. Aprender que sos mucho más que todas esas cosas y que te mereces solo lo que te haga feliz. Y es ahí, cuando empezás a perdonarte los kilos, las estrías, las manchas y cada imperfección, cuando te cuidás y empezás a ponerte primero porque te das cuenta que sos la única persona con la que vas a convivir toda tu vida. Al principio cuesta y cuesta mucho, pero lentamente se convierte en hábito.
Hoy a la distancia lo entiendo y me pido perdón por todos los llantos en un probador que no se merecía mis lagrimas, por todas las tardes en la pileta que sacrifiqué por miedo al qué dirán, por todas las juntadas con amigas a las que falté, por todos los minutos que pasé muerta de hambre, por el infierno que me obligué a atravezar y por no poder entender que así como soy estoy bien.
Me gustaría decir que estoy curada, que no pienso ni un poco en lo que como, que hoy soy feliz, que me amo y todo en mi vida es perfecto como si nada hubiese sucedido. Pero no es así, capaz esas cosas no cambien nunca, capaz nunca termine de estar curada. A pesar de eso, hoy me abrazo. Por todo lo que crecí y por lo que me queda por crecer, porque sé cúanto me estoy esforzando. Más que nada porque ahora todo lo que hago lo hago por mí, porque descubrí que la felicidad está dentro mío y no en la opinión de nadie más. Y eso para mí ya es ganar.
Me lo he leído de un tirón. Cuando nos vemos a un espejo resaltan nuestros defectos, nuestro cerebro siempre busca lo que quiere ver, y al vernos a nosotros mismos, nuestro cerebro resalta esos defectos. Nuestra autoimagen siempre estará distorsionada, y ese fantasma de la distorsión siempre merodeará. Con el tiempo inconcientemente aprendemos a convivir con el, pero lo más importante es recordar que no es real, que sólo es un fantasma pero que también nos ayuda a ser quien somos.
ResponderEliminar