Crecí toda mi vida sabiendo que era gorda. Fotos de primaria con la cara más redonda y con mi familia recordándomelo cada vez que tenía la imprudencia de acercar la mano a alguna panera. Lloraba en los probadores cada vez que tenía que ir a comprarme un jean o cuando me daba cuenta que mi mamá ya no sabía dónde comprarme ropa porque los locales que me gustaban no tenían mi talle.
Con la pubertad se podría decir que me acomodé. La cara se hizo un poco menos redonda, y el resto se distribuyó en un par de centímetros más. Pero nunca fui lo que se conoce como flaca. No sabía lo que era una panza chata y no conocí lo que era usar una bikini sin remera encima hasta los 15. Tenía toda la grasa mal localizada, todo se me estancaba en la panza y en las piernas. Pero me encantaba comer. Comía lo que quería, cuando quería y aunque no me gustaba del todo lo que me mostraba mi reflejo en el espejo la comida era más fuerte.
Lo supe siempre pero nunca tuve la determinación para cambiarlo hasta que sí. Con 18 años, recién arrancando la facultad, con 48 kilos y todos los aires de cambio me determiné a bajar tres kilos y llegar a mis deseados 45. 45 kilos con los que estaba convencida que todo en mi cuerpo se iba a ver mejor. Arranqué a ir al gimnasio religiosamente tres veces por semana, me descargué todas esas aplicaciones que calculan los pasos que caminás y las calorías que ingerís, determinada a no consumir más de 1000 calorías por día y a atragantarme a verduras que hasta el día anterior detestaba.
Al mes ya sabía, antes de sentarme en una mesa, las calorías y propiedades de todo lo que había para comer ese día y el siguiente, sabía cuántos pasos caminaba por día y cuántas calorías ganaba con esos pasos, iba cada vez más horas al gimnasio y cuando tenía dos minutos libres hacía abdominales en mi casa. Me iba a dormir con la panza rugiéndome del hambre y era feliz, porque sabía que mi esfuerzo entonces estaba dando resultado.
A los dos meses había llegado a mis esperados 45 kilos pero nada se había acomodado, mi panza seguía sin estar chata y mis piernas seguían pareciendo macetas. "Bueno, seguí bajando un poco más entonces. Total estos tres los bajaste re fácil." Ahí dejé de menstruar. Empecé a cancelar salidas con amigos bajo falsas excusas para no tener que ir a comer a lugares con comida chatarra o para no tener que faltar al gimnasio. Me salieron moretones en la espalda de hacer abdominales en el piso y cuando me lastimaba, las heridas tardaban meses en curarse.
"¡Qué flaca que estás!", "¿Vos estás comiendo bien?", "Me dijo tu abuela que estás yendo mucho al gimnasio, no te zarpes", "Debe ser el estrés por la facultad", "Mirá cómo tenés los bracitos, comé bien por favor" Dos meses después había bajado tres kilos más. Para ese entonces los mensajes de la gente que me rodeaba eran contradictorios. Amigas que envidiaban mi panza chata, familiares que me pedían que coma un poquito más aunque sea. Yo ya no escuchaba a nadie más. No podía (y en cierto punto no quería) parar. ¿De qué hablaban? Mis brazos recién en ese momento empezaban a estar normales y no obesos, recién ahí empecé a ver a mis costillas surgir y mis piernas marcaban más mis rodillas. Para mí, yo estaba bien, lo tenía todo controlado. Pensaba que cuando quisiese dejar de bajar de peso, simplemente podría hacerlo.
Después de medio año sin menstruación y que me bajara la presión cada vez que iba a la facultad, me mandaron a hacer unos análisis de sangre y otros estudios. Tenía el cortisol por las nubes, las transaminasas en cualquier lado y una arritmia que hasta ese momento nunca había existido. Mi médica me tradujo todos esos datos diciéndome que como mi cuerpo no recibía energía por la comida y no tenía más grasa, se había empezado a comer a si mismo y había empezado por mi hígado y mi corazón. Recién ahí tuve miedo. Me tuve miedo a mí, a terminar matándome a mi misma. Pero no era consciente de que todo ese tiempo yo no había estado ahí, yo ya estaba muerta. Quien habitaba mi cuerpo y mi cerebro en ese momento era cualquiera menos yo. Y fuese quien fuese estaba haciendo que me autodestruyera.
Mi médica me preguntaba por qué no comía. "No sé, no tengo hambre" Y era parcialmente verdad en ese momento. Después de haber bajado seis kilos, terminaba de comer una manzana y ya estaba llena. Pero nunca aclaré que antes me iba a dormir feliz y muerta de hambre. Me dijo que vaya al psicólogo y patalee y lloré como a los cinco años en negación. Porque yo no necesitaba ir al psicólogo, no estaba enferma, yo lo tenía controlado. Solo que en el fondo sabía que no podía, pero admitirlo era reconocer que me había equivocado, que no tenía el control y que tal vez sí tenían razón, capaz sí se me había ido de las manos. Capaz sí estaba enferma.
Un mes después estaba yendo a consultas regulares con un nutricionista, psicólogo, ginecólogo y mi médica de cabecera. Tenía básicamente prohibida cualquier actividad aeróbica y tenía que comer como mínimo seis veces al día. Me iba a dormir con la panza al borde del estallo y llorando siempre. Porque sabía que estaba enferma pero más me dolía que el resto lo supiera. Porque todo eso que había bajado había sido en vano. "Yo quiero que peses mínimo 50 kilos, que es el mínimo sano para tu altura" me había dicho la nutricionista y me largué a llorar desconsoladamente, repitiéndole a mi mamá en el auto que si me obligaban a subir a 50 después los iba a bajar de una forma u otra.
Muy a mi pesar empecé a engordar. Hacía lo que me decían, no sé si por mí o para evitar la preocupación del resto. Iba a la nutricionista una vez cada dos semanas y engordaba tanto o más rápido que un bebé recién nacido. Y en un momento se hizo natural, tenía más hambre, empecé a comer mejor, pude volver a ir al gimnasio. Ya no sentía cada kilo que engordaba, llegó un momento en el que dejé de notar dónde se alojaban.
"Qué bien que estás", "Te veo mucho mejor, me alegro" Porque la gente opina a lo largo de todo el proceso, para bien o para mal. Hoy, un año después de haber pesado 42 kilos puedo decir que engordé nueve. Peso 51 kilos y mi nutricionista tenía razón, era un buen peso para mi altura. Me miro en el espejo y tengo formas. Tengo piernas marcadas, cada tanto me despierto deshinchada y se ven unos atisbos de abdominales. Me siento linda gran parte del tiempo. Volví a salir con mis amigas y, después de un año y muchos intentos con pastillas anticonceptivas, por primera vez volví a menstruar por mi cuenta.
Igual no, no todo es color de rosas. Hay días que tengo la panza inflada como una embarazada de siete meses, me molestan las estrías que tengo en las piernas y en la cola y el brazo se me sacude cada vez que le echo sal a la comida. A veces me tengo que contener de sentarme en la mesa y no contar las calorías de todo lo que tengo en frente. Cada tanto me duele cuando salimos a comer afuera y no hay ninguna opción medianamente saludable o cuando siento que no di todo en el gimnasio. Pero estoy mejor, porque aunque estas cosas siguen sucediendo son más los momentos que me siento feliz con cómo estoy hoy.
Si hoy mi médica me preguntara nuevamente por qué dejé de comer, aún después de un año y medio de terapia, le diría que no sé. Capaz fue esa idea de que siempre fui gorda, capaz fue para no llorar cuando me probaba un jean, porque pensé que bajando unos kilos me iba a sentir una diosa modelo de Victoria's Secret o porque necesitaba tener el control aunque sea sobre un aspecto de mi vida. Cualquiera fuese la razón, ciertamente no funcionó. Hoy peso mucho más que antes pero desfilo de mi reposera hacia el mar como si tuviese el lomazo de Jesica Cirio, me pongo tops y shorts, me saco fotos en malla y las subo por todos lados. Porque aprendí, por las malas, que el número que ves en la balanza no es proporcional a cuán linda sos. Que la seguridad en uno mismo no se gana bajando un par de kilos. Que el resto del mundo no te va a querer más porque te mueras de hambre. Que no puedo controlar todo sola. Que a veces está bien dejar que te ayuden, admitir que te equivocaste. Creeme, hablo desde la experiencia.
Es un proceso y no es fácil. Aprender a quererse es algo que se trabaja todo los días y cada vez que te mirás al espejo. Es animarte a salir de short aunque te de vergüenza que capaz se den cuenta de tu celulitis. Animarte a tomar esa cerveza con amigos sin pensar en cómo vas a hacer para bajarla. Hacer lo que te gusta por la excitación y no para "bajar la panza". Tomar sol en bikini aunque sientas que te miran los kilos de más. Aprender que sos mucho más que todas esas cosas y que te mereces solo lo que te haga feliz. Y es ahí, cuando empezás a perdonarte los kilos, las estrías, las manchas y cada imperfección, cuando te cuidás y empezás a ponerte primero porque te das cuenta que sos la única persona con la que vas a convivir toda tu vida. Al principio cuesta y cuesta mucho, pero lentamente se convierte en hábito.
Hoy a la distancia lo entiendo y me pido perdón por todos los llantos en un probador que no se merecía mis lagrimas, por todas las tardes en la pileta que sacrifiqué por miedo al qué dirán, por todas las juntadas con amigas a las que falté, por todos los minutos que pasé muerta de hambre, por el infierno que me obligué a atravezar y por no poder entender que así como soy estoy bien.
Me gustaría decir que estoy curada, que no pienso ni un poco en lo que como, que hoy soy feliz, que me amo y todo en mi vida es perfecto como si nada hubiese sucedido. Pero no es así, capaz esas cosas no cambien nunca, capaz nunca termine de estar curada. A pesar de eso, hoy me abrazo. Por todo lo que crecí y por lo que me queda por crecer, porque sé cúanto me estoy esforzando. Más que nada porque ahora todo lo que hago lo hago por mí, porque descubrí que la felicidad está dentro mío y no en la opinión de nadie más. Y eso para mí ya es ganar.
"Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada" -Eduardo Galeano
miércoles, 19 de diciembre de 2018
jueves, 13 de diciembre de 2018
Mirá cómo nos ponemos
Un bocinazo mientras caminas pero que estás segura que fue por el tránsito y no por el short, a pesar de la mirada clavada del tipo que conduce.
Un silbido al pasar que te convences que imaginaste o simplemente no era para vos y tu escote.
Un comentario desubicado que te gritan pero que ignorás y pensás que seguro escuchaste mal o fue para otro.
Un tipo que disminuye la velocidad para andar al mismo ritmo que vos mientras te mira de arriba abajo aunque solamente estás con el uniforme del colegio.
Una mano que se mete abajo de tu pollera en un boliche porque y sí, claro, si la uso tan corta cómo no me van a querer tocar.
Un compañero que te arrincona contra la pared intentando robarte un beso y que cuando al fin desiste se va al grito de "uh qué mina histérica".
Una foto que te juraron millones y millones de veces que iba a quedar en la intimidad y que, por alguna razón, hoy es parte de la intimidad de una incontable cantidad de personas.
Un "No" que estás convencida que pronunciaste millones de veces esa misma noche y tantas otras veces pero que, aparentemente, no se escucho.
Mirá cómo nos ponemos. Porque cualquier mujer, sin rango de edad, paso por alguna de estas situaciones.
Mirá cómo nos ponemos. Porque tuvimos que aprender a convivir con el miedo y la impotencia , hasta el punto de naturalizarlo cada vez que salíamos a la calle.
Mirá cómo nos ponemos. Porque también nos enseñaron que todo eso que nos pasaba era culpa nuestra, por la ropa que usábamos, los horarios en los que salíamos, el maquillaje que nos poníamos, los lugares por los que andábamos y los supuestos mensajes provocativos que enviábamos.
Mirá cómo nos ponemos. Porque cuando una se anima a hablar, tiene que someterse a una infinidad de preguntas humillantes, a revivir todos los detalles simplemente para intentar ganar credibilidad en una sociedad que desde una inicio la juzga por su apariencia, la forma en que denunció, la claridad de sus explicaciones y el tiempo que tardó en hacerlo.
Mirá cómo nos ponemos. Porque la víctima cuando habla se convierte en el victimario, por intentar arruinar, supuestamente sin ningún tipo de pruebas, la reputación de un tipo que hasta las últimas consecuencias es por muchos considerado inocente. Y porque muchas veces la única reputación destruida es la de la mujer que denuncia, tachada de mentirosa, busca fama, provocadora o problemática.
Mirá cómo nos ponemos. Porque es necesario que una chica se junte con un grupo de actrices mediáticas en una conferencia de prensa a contar con lujo de detalles su violación para que (la mayoría, aunque ni siquiera todos) le crean. A ella y a las otras tres mujeres que ya lo habían denunciado de acoso pero que simplemente habían sido marginadas y ninguneadas por los medios.
Mirá cómo nos ponemos. Porque fue necesario que él fuese casi treinta años mayor y que fuese en la gira de una conocida novela infantil para que la gente se escandalizara.
Mirá cómo nos ponemos. Porque atrás de esa chica hay millones de chicas más que no se animan a hablar, que hablaron y no fueron escuchadas o que simplemente todavía no son conscientes de lo que vivieron.
Mirá cómo nos ponemos. Porque ahora nos dimos cuenta que todas esas situaciones (y muchas más) que nos vemos obligadas a vivir todos los días no son normales y, más importante, no son culpa nuestra. Porque nos dimos cuenta que no somos histéricas, ni exageradas ni locas. Porque nos dimos cuenta que es momento de recuperar la decisión sobre nuestra vida y nuestro cuerpo que desde chicas nos robaron. Porque nos dimos cuenta que ese "NO" que pensamos que no se había escuchado sí se escuchó, solo que a la otra persona simplemente no le interesó. Porque nos dimos cuenta que es este el momento de hablar, de que se haga justicia, de que podamos vivir libres, felices y en paz.
Mirá cómo nos ponemos. Porque estamos haciendo historia, te sumes o no a nuestra lucha, y no vamos a parar hasta tirar abajo esta sociedad que nos enseñó que no podemos vivir tranquilas y en libertad solo por ser mujeres ¿Sentís cómo tiembla? Nosotras no temblamos más, ahora queda ver cómo se cae.
Mirá cómo nos ponemos. Y a partir de ahora prestá muchísima atención, porque esto recién empieza.
Un silbido al pasar que te convences que imaginaste o simplemente no era para vos y tu escote.
Un comentario desubicado que te gritan pero que ignorás y pensás que seguro escuchaste mal o fue para otro.
Un tipo que disminuye la velocidad para andar al mismo ritmo que vos mientras te mira de arriba abajo aunque solamente estás con el uniforme del colegio.
Una mano que se mete abajo de tu pollera en un boliche porque y sí, claro, si la uso tan corta cómo no me van a querer tocar.
Un compañero que te arrincona contra la pared intentando robarte un beso y que cuando al fin desiste se va al grito de "uh qué mina histérica".
Una foto que te juraron millones y millones de veces que iba a quedar en la intimidad y que, por alguna razón, hoy es parte de la intimidad de una incontable cantidad de personas.
Un "No" que estás convencida que pronunciaste millones de veces esa misma noche y tantas otras veces pero que, aparentemente, no se escucho.
Mirá cómo nos ponemos. Porque cualquier mujer, sin rango de edad, paso por alguna de estas situaciones.
Mirá cómo nos ponemos. Porque tuvimos que aprender a convivir con el miedo y la impotencia , hasta el punto de naturalizarlo cada vez que salíamos a la calle.
Mirá cómo nos ponemos. Porque también nos enseñaron que todo eso que nos pasaba era culpa nuestra, por la ropa que usábamos, los horarios en los que salíamos, el maquillaje que nos poníamos, los lugares por los que andábamos y los supuestos mensajes provocativos que enviábamos.
Mirá cómo nos ponemos. Porque cuando una se anima a hablar, tiene que someterse a una infinidad de preguntas humillantes, a revivir todos los detalles simplemente para intentar ganar credibilidad en una sociedad que desde una inicio la juzga por su apariencia, la forma en que denunció, la claridad de sus explicaciones y el tiempo que tardó en hacerlo.
Mirá cómo nos ponemos. Porque la víctima cuando habla se convierte en el victimario, por intentar arruinar, supuestamente sin ningún tipo de pruebas, la reputación de un tipo que hasta las últimas consecuencias es por muchos considerado inocente. Y porque muchas veces la única reputación destruida es la de la mujer que denuncia, tachada de mentirosa, busca fama, provocadora o problemática.
Mirá cómo nos ponemos. Porque es necesario que una chica se junte con un grupo de actrices mediáticas en una conferencia de prensa a contar con lujo de detalles su violación para que (la mayoría, aunque ni siquiera todos) le crean. A ella y a las otras tres mujeres que ya lo habían denunciado de acoso pero que simplemente habían sido marginadas y ninguneadas por los medios.
Mirá cómo nos ponemos. Porque fue necesario que él fuese casi treinta años mayor y que fuese en la gira de una conocida novela infantil para que la gente se escandalizara.
Mirá cómo nos ponemos. Porque atrás de esa chica hay millones de chicas más que no se animan a hablar, que hablaron y no fueron escuchadas o que simplemente todavía no son conscientes de lo que vivieron.
Mirá cómo nos ponemos. Porque ahora nos dimos cuenta que todas esas situaciones (y muchas más) que nos vemos obligadas a vivir todos los días no son normales y, más importante, no son culpa nuestra. Porque nos dimos cuenta que no somos histéricas, ni exageradas ni locas. Porque nos dimos cuenta que es momento de recuperar la decisión sobre nuestra vida y nuestro cuerpo que desde chicas nos robaron. Porque nos dimos cuenta que ese "NO" que pensamos que no se había escuchado sí se escuchó, solo que a la otra persona simplemente no le interesó. Porque nos dimos cuenta que es este el momento de hablar, de que se haga justicia, de que podamos vivir libres, felices y en paz.
Mirá cómo nos ponemos. Porque estamos haciendo historia, te sumes o no a nuestra lucha, y no vamos a parar hasta tirar abajo esta sociedad que nos enseñó que no podemos vivir tranquilas y en libertad solo por ser mujeres ¿Sentís cómo tiembla? Nosotras no temblamos más, ahora queda ver cómo se cae.
Mirá cómo nos ponemos. Y a partir de ahora prestá muchísima atención, porque esto recién empieza.
domingo, 11 de noviembre de 2018
Para cuando tengas miedo
No te paralices, no dejes que te rompa. Sí, te podes caer. Sí, puede ser que te rompas en mil pedazos. Pero también puede ser que vueles. También puede ser que vayas cada vez más alto y te descubras más grande que antes de empezar.
No sabés qué va a pasar y, ya sé, en el fondo lo que más te duele es eso, tener que dejarlo todo sin garantías de nada. A veces funciona, a veces no. Pero, ¿quién dijo que la satisfacción está en ganar, en que las cosas salgan bien? Porque, obvio, uno siempre juega para ganar y muchas veces no se considera feliz hasta lograrlo, pero ¿por qué? Si ya haberlo intentado es estar aunque sea un poco más cerca de alcanzarlo.
Jugatela. Ante la duda, siempre jugatela. Porque podés perder, podés ganar, pero, ¿eso a quién le importa? Si al final de cuentas siempre pesa más no animarse. Siempre duele más el "qué habría pasado si" y saber que no pudimos ser más fuertes que la incertidumbre y el miedo a perder.
Yo sé que sos más fuerte que eso. Sé que tenés todo para ganar o para perder y volverlo intentar hasta lograrlo. Yo pongo todas mis fichas en vos, ¿por qué no lo harías con vos mismo?
Pase lo que pase, vas a salir y vas a seguir más fuerte que antes. Así que no juegues por el resultado, jugá por esa adrenalina de animarse. Jugá para demostrarte que podés, que no te tirás atrás.
Porque, al final de cuentas, la felicidad no es de los que pierden pero tampoco de los que ganan. Es de todos los que se arriesgan. Los que son felices porque lograron ser más fuertes que sus dudas y sus miedos. Los que son felices porque saben que, lo hayan logrado o no, están un paso más cerca. Y ganar de verdad es eso, no que las cosas salgan como queremos.
Ya está, pensá menos y dejate sentir un poco más. Dejá de dar vueltas y confiá en vos. Reítele a todos tus miedos en la cara y andá. Sos fuerte, si te llegás a caer te vas a levantar con el doble de la fuerza. Pero nunca vas a perder.
Si te la jugás nunca podes perder porque cuando te arriesgas ya ganás. Y la felicidad de verdad empieza ahí.
No sabés qué va a pasar y, ya sé, en el fondo lo que más te duele es eso, tener que dejarlo todo sin garantías de nada. A veces funciona, a veces no. Pero, ¿quién dijo que la satisfacción está en ganar, en que las cosas salgan bien? Porque, obvio, uno siempre juega para ganar y muchas veces no se considera feliz hasta lograrlo, pero ¿por qué? Si ya haberlo intentado es estar aunque sea un poco más cerca de alcanzarlo.
Jugatela. Ante la duda, siempre jugatela. Porque podés perder, podés ganar, pero, ¿eso a quién le importa? Si al final de cuentas siempre pesa más no animarse. Siempre duele más el "qué habría pasado si" y saber que no pudimos ser más fuertes que la incertidumbre y el miedo a perder.
Yo sé que sos más fuerte que eso. Sé que tenés todo para ganar o para perder y volverlo intentar hasta lograrlo. Yo pongo todas mis fichas en vos, ¿por qué no lo harías con vos mismo?
Pase lo que pase, vas a salir y vas a seguir más fuerte que antes. Así que no juegues por el resultado, jugá por esa adrenalina de animarse. Jugá para demostrarte que podés, que no te tirás atrás.
Porque, al final de cuentas, la felicidad no es de los que pierden pero tampoco de los que ganan. Es de todos los que se arriesgan. Los que son felices porque lograron ser más fuertes que sus dudas y sus miedos. Los que son felices porque saben que, lo hayan logrado o no, están un paso más cerca. Y ganar de verdad es eso, no que las cosas salgan como queremos.
Ya está, pensá menos y dejate sentir un poco más. Dejá de dar vueltas y confiá en vos. Reítele a todos tus miedos en la cara y andá. Sos fuerte, si te llegás a caer te vas a levantar con el doble de la fuerza. Pero nunca vas a perder.
Si te la jugás nunca podes perder porque cuando te arriesgas ya ganás. Y la felicidad de verdad empieza ahí.
sábado, 3 de noviembre de 2018
Devuélvanme la brújula
Siento que dependo del día.
Hay días en los que me siento básica, como si todo, conmigo incluida, fuese una eterna monotonía donde nada realmente pasa.
Otros días todo pasa tan rápido que para cuando me quiero dar cuenta perdí el hilo de la historia.
Tengo días en los que me siento afortunada de ser quien soy y tener lo que tengo,
otros en donde todo parece indicar que lo que soy hoy es solamente resultado de un revés desigual en donde otros se repartieron la vida que desde un principio tendría que haber sido mía.
A veces me despierto sintiéndome tan yo que me dan ganas de abrazarme en mi rareza,
en otros me miro al espejo y me voy a dormir sabiendo que estoy más lejos de entenderme que de ganar la lotería.
Días en los que me siento sola aunque sabiéndome acompañada de gente que me ama.
Noches en las que me veo tan rodeada de personas preocupadas que asfixia y amenaza.
Hay momentos donde me sé la víctima y al mismo tiempo el victimario, porque en ese lío de pensamientos a veces sólo me gustaría dejar de escucharme.
Otros momentos donde lo único que quiero es estar sola conmigo, porque al fin de cuentas en mi quilombo es en lo único en lo que me entiendo.
Hay días donde me siento llena de motivación y días donde todo me da ganas de llorar sin razón aparente.
Días donde quiero todo pero me voy a dormir sin querer más nada.
Otros días donde necesito tener a alguien que me entienda y otros donde me gustaría ser un enigma para el resto.
Son tantos los días y tantas las cosas que poner todo resultaría imposible.
Siento todo y al mismo tiempo nada. Siento que al final, lo único en común con todos esos días es que son menos predecibles que el clima en el 2020.
Porque soy una persona con miles adentro que nunca terminan de aparecer. Soy todo lo que algún día quise ser y al mismo tiempo me reconozco en todo eso que juré que jamás sería.
Me siento perdida dentro de mi misma cuando siento qué mas me conozco.
Tengo melancolía sobre lo que era antes y al mismo tiempo no extraño ni un poco.
Tengo miedo de no poder encontrarme pero todavía más miedo me da no reconocerme una vez que me encuentre.
A la larga, me descubro en un sentimiento de constante contradicción. Capaz porque perdí el hilo que conectaba mis pensamientos, o porque me desconcentré buscando esas cosas que sentía que me faltaban, o simplemente porque en alguna vuelta imperceptiblemente terminé perdiendo la brújula que me guiaba en mí.
Hay días en los que me siento básica, como si todo, conmigo incluida, fuese una eterna monotonía donde nada realmente pasa.
Otros días todo pasa tan rápido que para cuando me quiero dar cuenta perdí el hilo de la historia.
Tengo días en los que me siento afortunada de ser quien soy y tener lo que tengo,
otros en donde todo parece indicar que lo que soy hoy es solamente resultado de un revés desigual en donde otros se repartieron la vida que desde un principio tendría que haber sido mía.
A veces me despierto sintiéndome tan yo que me dan ganas de abrazarme en mi rareza,
en otros me miro al espejo y me voy a dormir sabiendo que estoy más lejos de entenderme que de ganar la lotería.
Días en los que me siento sola aunque sabiéndome acompañada de gente que me ama.
Noches en las que me veo tan rodeada de personas preocupadas que asfixia y amenaza.
Hay momentos donde me sé la víctima y al mismo tiempo el victimario, porque en ese lío de pensamientos a veces sólo me gustaría dejar de escucharme.
Otros momentos donde lo único que quiero es estar sola conmigo, porque al fin de cuentas en mi quilombo es en lo único en lo que me entiendo.
Hay días donde me siento llena de motivación y días donde todo me da ganas de llorar sin razón aparente.
Días donde quiero todo pero me voy a dormir sin querer más nada.
Otros días donde necesito tener a alguien que me entienda y otros donde me gustaría ser un enigma para el resto.
Son tantos los días y tantas las cosas que poner todo resultaría imposible.
Siento todo y al mismo tiempo nada. Siento que al final, lo único en común con todos esos días es que son menos predecibles que el clima en el 2020.
Porque soy una persona con miles adentro que nunca terminan de aparecer. Soy todo lo que algún día quise ser y al mismo tiempo me reconozco en todo eso que juré que jamás sería.
Me siento perdida dentro de mi misma cuando siento qué mas me conozco.
Tengo melancolía sobre lo que era antes y al mismo tiempo no extraño ni un poco.
Tengo miedo de no poder encontrarme pero todavía más miedo me da no reconocerme una vez que me encuentre.
A la larga, me descubro en un sentimiento de constante contradicción. Capaz porque perdí el hilo que conectaba mis pensamientos, o porque me desconcentré buscando esas cosas que sentía que me faltaban, o simplemente porque en alguna vuelta imperceptiblemente terminé perdiendo la brújula que me guiaba en mí.
martes, 17 de julio de 2018
Esquivando piedras se gana la carrera
¿Qué será esto que tenemos las personas de encariñarnos con la piedra con la que nos tropezamos? Porque aunque de los errores se aprende, la mayoría de las veces terminamos dándonos la cabeza contra la pared de vuelta como si en realidad no hubiésemos aprendido nada
¿Cuántas veces te la tenés que dar para entender que algo te hace mal? Uno diría que con una alcanza, dos tal vez, pero hay veces que hasta en la decimoctava seguimos con la sutil esperanza de que capaz el próximo intento es diferente. Que capaz la piedra cambia, después de tanto tropiezo.
Le podes cambiar el nombre, el color, el momento o el ángulo de caída, pero por alguna razón la piedra muchas veces, en el fondo, es siempre la misma. Porque uno aprende, y se repite millones de veces que no va a cometer el mismo error, pero no es hasta que está con el cuerpo en el piso después de tropezar por millonésima vez que descubre que, sin darse cuenta, está en la misma situación que la vez anterior. El problema es que muchas veces preferimos ignorarlo, justificar y decir que no es igual, echarle la culpa al contexto, la distracción o cualquier otra cosa que nos pueda hacer sentir mejor antes que aceptar que caímos de vuelta en los mismos males. Nuestros males. Porque sí, el problema desde el principio es la piedra, pero después de la vigésimo cuarta vez que nos la llevamos puesta, ¿sigue siendo realmente la piedra? ¿O pasamos a ser nosotros que simplemente no somos capaces de dar un paso al costado? ¿A partir de qué tropiezo cambia el foco del problema?
Porque, la realidad, es que la piedra sigue siendo la misma piedra. Inamovible y estoica, esperando a que hagamos algo para pasarla. Y creo que es ahí donde está realmente el problema, en esperar que una simple piedra cambie para nosotros que nos empecinamos en atravesarla cuando probamos millones de veces que es algo imposible.
Para mala suerte de todos, somos nosotros los que tenemos que cambiar, movernos y adaptarnos al paisaje minado. Aprender a dar un paso al costado y darnos cuenta que por más que la golpeemos mil veces, la piedra no va a moverse ni desaparecer. Pero, bueno, el tema está en que aceptar eso y dejar atrás la piedra, muchas veces duele más que golpearse con ella.
¿Cuántas veces te la tenés que dar para entender que algo te hace mal? Uno diría que con una alcanza, dos tal vez, pero hay veces que hasta en la decimoctava seguimos con la sutil esperanza de que capaz el próximo intento es diferente. Que capaz la piedra cambia, después de tanto tropiezo.
Le podes cambiar el nombre, el color, el momento o el ángulo de caída, pero por alguna razón la piedra muchas veces, en el fondo, es siempre la misma. Porque uno aprende, y se repite millones de veces que no va a cometer el mismo error, pero no es hasta que está con el cuerpo en el piso después de tropezar por millonésima vez que descubre que, sin darse cuenta, está en la misma situación que la vez anterior. El problema es que muchas veces preferimos ignorarlo, justificar y decir que no es igual, echarle la culpa al contexto, la distracción o cualquier otra cosa que nos pueda hacer sentir mejor antes que aceptar que caímos de vuelta en los mismos males. Nuestros males. Porque sí, el problema desde el principio es la piedra, pero después de la vigésimo cuarta vez que nos la llevamos puesta, ¿sigue siendo realmente la piedra? ¿O pasamos a ser nosotros que simplemente no somos capaces de dar un paso al costado? ¿A partir de qué tropiezo cambia el foco del problema?
Porque, la realidad, es que la piedra sigue siendo la misma piedra. Inamovible y estoica, esperando a que hagamos algo para pasarla. Y creo que es ahí donde está realmente el problema, en esperar que una simple piedra cambie para nosotros que nos empecinamos en atravesarla cuando probamos millones de veces que es algo imposible.
Para mala suerte de todos, somos nosotros los que tenemos que cambiar, movernos y adaptarnos al paisaje minado. Aprender a dar un paso al costado y darnos cuenta que por más que la golpeemos mil veces, la piedra no va a moverse ni desaparecer. Pero, bueno, el tema está en que aceptar eso y dejar atrás la piedra, muchas veces duele más que golpearse con ella.
miércoles, 9 de mayo de 2018
Enfermos estamos todos
Mariana
corta el teléfono con fuerza, apaga la tele, la luz y cierra los ojos como si
así en diez segundos pudiese poner en off
su cerebro y simplemente dormirse. Era la segunda vez en la semana que Pablo la
llamaba y sus primeras palabras eran puteadas. Recién era martes.
"No me traslades tus problemas a mí. Estás
mal vos, yo no tengo por qué soportar que me trates así" Era la frase
célebre de ella en el último tiempo, pero él parecía no entenderlo. Era
simplemente impotente, dejándose llevar por la locura ajena, por los problemas
de otro, sus enfermedades, hasta volverlas propias. Echaban a Pablo del trabajo
y era como si se lo hicieran a ella, se separaban los padres de él y era como
si fuesen los propios. Así con todo.
Él a veces se despertaba con ganas de tirar todo
a la basura y en ese intento terminaba descartándola también a ella como quien
dispone de un vasito descartable. Al otro día se arrepentía y se descubría
llamándola y estaban nuevamente juntos como quien abre de vuelta el tacho y
decide que el vaso capaz merece un uso más. Y Mariana seguía ahí, tan sumisa y
afecta a sus cambios.
Cortaban una noche y ella lloraba toda su alma.
Al día siguiente volvían y ella simplemente no entendía. No entendía por el
simple hecho de que entendía todas las razones por las que habían terminado.
Era como cuando ves lentamente que el cielo se empieza a poner negro y que,
aunque todavía no haya empezado, tarde o temprano va a aparecer una tormenta
que haga que el cielo se caiga a pedazos. Acá era así, solo que en vez de
tormenta lo único que llegaba era una llovizna y al parar, no volvía a salir el
sol sino que las nubes seguían ahí. Como si lo peor todavía estuviera por
venir, como si ese sentimiento de angustia de que algo va a salir mal nunca
terminara realmente de irse.
Mariana claramente no quería que cortaran. Amaba
a Pablo al extremo de no saber quién era sin él. De tanto amor para dar no se
dio cuenta que en todo ese tiempo no solo había dado amor sino todo lo que era
y tenía para dar. Estaba vacía, sola.
Dejarlo a Pablo sería como dejarse a ella y se
sabía incapaz de hacerlo. Porque lo amaba y no sabía lo que era no amarlo.
Cuando las cosas estaban bien, la pasaban bien juntos, habían vivido cosas
hermosas, pero él ahora estaba pasando un mal momento ¿Las parejas no tienen
que estar en las buenas y en las malas? ¿Qué clase de persona era si lo dejaba
en su peor momento? ¿Quién determina cuánta basura del amado uno tiene que
soportar de la otra persona para poder cantar “basta para mí basta para todos”?
En el fondo ella sabía que tenía que dejarlo.
Que irse a dormir todas las noches llorando con el sabor amargo de las puteadas
que él le tiraba desde su calentura no le hacía bien. Sabía que él la estaba
pasando mal pero también sabía que no tenían que hacerse cargo de todas sus
desgracias. Estaba enferma, de amor, de dependencia, de angustia o simplemente
enferma con los síntomas de una enfermedad aún por descubrir para la que no es
útil ninguna prescripción médica. En el fondo, y muy a su pesar, lo sabía.
Todos estamos un poco enfermos, con algún lado
de enfermedad. Pero el enfermo no está del todo enfermo si en algún punto se
reconoce en dicha enfermedad. El verdadero enfermo tampoco es aquel que lo
ignora completamente, sino aquel que en el fondo es plenamente consciente de
ello pero decide ignorarlo. Porque es ahí, en el momento en el que uno pasa a
estar realmente enfermo.
Mariana ya no estaba enamorada, estaba enferma.
Y, lo que es peor, enamorada de su enfermedad.
martes, 6 de marzo de 2018
Instructivo para superar una separación
Primer paso: Recolectar todas las fotos a la vista (o sabidas ocultas) con la reciente ex pareja. Apilar las imágenes y deshacerse de ellas lo más rápido posible tirándolas a la basura, rompiéndolas, cortándolas o haciendo una fogata con las mismas, según el temperamento de la persona y las razones de la separación. También aplica para la eliminación de fotos digitales presentes en el rollo del celular. La desaparición de las presentes en Instagram, Facebook, Twitter o similares queda a criterio del usuario.
Segundo paso: Dejar de seguir a la persona en todas las redes sociales previamente mencionadas para evitar el conocido "stalkeo" o la aparición de imágenes o noticias perjudiciales en el inicio de la aplicación. De ser usted una persona con un bajo umbral de resistencia al alcohol, recomiendo también proceder con el bloqueo del susodicho o la susodicha de cualquier medio accesible, para evitar el envío de mensajes humillantes de los cuales, bajo ninguna duda, se arrepentirá al volver a la sobriedad.
Tercer paso: Disponer de todas las prendas y/u objetos personales de la ex pareja, chongo o fijo. Guardarlos para futura devolución, lanzarlos por la ventana o guardarlos para el asado del domingo basándose, nuevamente, en el temperamento de la persona y los términos del distanciamiento.
Cuarto paso: Buscar cualquier regalo de aniversario, cumpleaños, navidad o gesto de la otra parte de la separación y, a menos que ya se haya encariñado con el objeto, deshacerse del mismo de la forma en que considere conveniente. En el caso de objetos de un alto valor económico, recomiendo vender los mismos y disponer del dinero de la forma en la que le resulte de mayor utilidad.
Quinto (y último) paso: Llorar. Porque aunque haya derramado una que otra lágrima o torrentes en los pasos anteriores, no es hasta este momento en el que podrá llorar completamente la pérdida. No es hasta que usted se encuentra sentado/a entre restos de fotitos, chats viejos, prendas usadas y cadenitas estrelladas que cae completamente en la idea de que la separación es real, por eso recién ahí se llora la perdida y no el enojo y/o la angustia como en los pasos anteriores.
El tiempo estimado de llanto varía según la persona, el vínculo previo y las razones de la separación, pero puedo asegurar que sin importar nada de lo mencionado anteriormente (ni siquiera el tiempo, ni la cantidad de llanto) va a alterar el final del proceso en cuestión. Aquel final en el que, en algún momento en el medio de la facultad, el trabajo, un viaje en colectivo o reunión con amigas va a ver pasar a alguien con el mismo perfume, la misma remera o escuchando su canción favorita y al notarlo se va a descubrir sin ese agobiante dolor en el pecho, sin lágrimas para llorar sino simplemente con una vaga e inconsciente sensación de nostalgia. Recién en ese momento, cuando pueda pasar detalles similares por alto y seguir con su vida sin pensarlo dos veces, puede dar el proceso como concluido. Y le aseguramos que aunque ahora parezca imposible, eterno y sumamente trillado: todo pasa. La persona de la que se separa también, y prometo que lo que espera en el futuro SIEMPRE es mejor.
Segundo paso: Dejar de seguir a la persona en todas las redes sociales previamente mencionadas para evitar el conocido "stalkeo" o la aparición de imágenes o noticias perjudiciales en el inicio de la aplicación. De ser usted una persona con un bajo umbral de resistencia al alcohol, recomiendo también proceder con el bloqueo del susodicho o la susodicha de cualquier medio accesible, para evitar el envío de mensajes humillantes de los cuales, bajo ninguna duda, se arrepentirá al volver a la sobriedad.
Tercer paso: Disponer de todas las prendas y/u objetos personales de la ex pareja, chongo o fijo. Guardarlos para futura devolución, lanzarlos por la ventana o guardarlos para el asado del domingo basándose, nuevamente, en el temperamento de la persona y los términos del distanciamiento.
Cuarto paso: Buscar cualquier regalo de aniversario, cumpleaños, navidad o gesto de la otra parte de la separación y, a menos que ya se haya encariñado con el objeto, deshacerse del mismo de la forma en que considere conveniente. En el caso de objetos de un alto valor económico, recomiendo vender los mismos y disponer del dinero de la forma en la que le resulte de mayor utilidad.
Quinto (y último) paso: Llorar. Porque aunque haya derramado una que otra lágrima o torrentes en los pasos anteriores, no es hasta este momento en el que podrá llorar completamente la pérdida. No es hasta que usted se encuentra sentado/a entre restos de fotitos, chats viejos, prendas usadas y cadenitas estrelladas que cae completamente en la idea de que la separación es real, por eso recién ahí se llora la perdida y no el enojo y/o la angustia como en los pasos anteriores.
El tiempo estimado de llanto varía según la persona, el vínculo previo y las razones de la separación, pero puedo asegurar que sin importar nada de lo mencionado anteriormente (ni siquiera el tiempo, ni la cantidad de llanto) va a alterar el final del proceso en cuestión. Aquel final en el que, en algún momento en el medio de la facultad, el trabajo, un viaje en colectivo o reunión con amigas va a ver pasar a alguien con el mismo perfume, la misma remera o escuchando su canción favorita y al notarlo se va a descubrir sin ese agobiante dolor en el pecho, sin lágrimas para llorar sino simplemente con una vaga e inconsciente sensación de nostalgia. Recién en ese momento, cuando pueda pasar detalles similares por alto y seguir con su vida sin pensarlo dos veces, puede dar el proceso como concluido. Y le aseguramos que aunque ahora parezca imposible, eterno y sumamente trillado: todo pasa. La persona de la que se separa también, y prometo que lo que espera en el futuro SIEMPRE es mejor.
domingo, 25 de febrero de 2018
Lo último que envejece es el corazón
"Están dando Rocky 2 en A&E" Me manda un mensaje mi papá. Después de días de quejarnos por su ausencia en Netflix y buscando páginas pirata para verla juntos, aparece de forma casi milagrosa un domingo a las nueve de la noche en el cable.
Automáticamente pongo la tele y empiezo a mirar la película que recién empieza, comentando cada escena con mi papá por whatsapp. Y es recién ahí cuando miro la pantalla y de repente siento que los kilómetros que nos separan desaparecen. Porque él está allá, y yo estoy unos cientos de kilómetros más para acá, pero él está mirando cómo Rocky le pide a su mujer que no le pida que deje de ser hombre justo en el mismo momento en el que lo hago yo. Igual, como si estuviéramos uno al lado del otro. Así nada más, "distancia" se convierte en una palabra vacía porque para mí, aunque sea en ese momento, pierde significado y deja de existir en mi vocabulario.
"Esta película la fui a ver al cine con el abuelo" Me cuenta mi papá en el medio de la película y de repente no solo viajo kilómetros sino que también me voy a más de treinta años atrás, a ese cine de barrio donde se sienta mi papá con dieciséis años junto a una rejuvenecida versión de mi abuelo. Los dos mirando en la pantalla como Rocky conoce a su hijo y diciendo lo mismo que yo digo con mi papá ahora.
Y en el medio de tanto entrenamiento y música imborrable pienso en qué loco que es todo. No sólo por cómo una película te puede hacer sentir en el mimo lugar que una persona que está a kilómetros, tampoco por cómo te hace viajar en el tiempo, sino en toda la casualidad que nos une. En la casualidad de que mi papá justo haya pasado por ese canal en el momento justo en el que empezaba la película, y que sea justo la misma que él una vez vio años atrás con su papá, pero que ahora mira conmigo a la distancia. Casi tan improbable como parece la victoria de Rocky cuando empieza a pelear en el final de la película, pero aún así posible.
Porque al final, pese a cualquier pronóstico, Rocky gana y yo ya sé que esta película se convirtió en una de mis favoritas. No sólo por todo lo que es, sino también porque para mí ya tiene un nuevo significado. Es mi relación con mi papá, la de él con mi abuelo y un poco la de los tres juntos. Por el momento y porque todas las películas son buenas no por lo que son sino por lo que transmiten, por lo que nos dejan. Rocky Balboa ya dejó se ser únicamente pura fuerza de voluntad y un corazón de oro, sino que también pasa a ser mi papá, mi abuelo y lo que nos une. Y aunque sea para mí, lo que más vale es esa magia.
Porque, como dice Rocky, lo último que envejece es el corazón pero los recuerdos son eternos y son ellos los que nos mantienen con mi vida más allá de cualquier tiempo y distancia.
Automáticamente pongo la tele y empiezo a mirar la película que recién empieza, comentando cada escena con mi papá por whatsapp. Y es recién ahí cuando miro la pantalla y de repente siento que los kilómetros que nos separan desaparecen. Porque él está allá, y yo estoy unos cientos de kilómetros más para acá, pero él está mirando cómo Rocky le pide a su mujer que no le pida que deje de ser hombre justo en el mismo momento en el que lo hago yo. Igual, como si estuviéramos uno al lado del otro. Así nada más, "distancia" se convierte en una palabra vacía porque para mí, aunque sea en ese momento, pierde significado y deja de existir en mi vocabulario.
"Esta película la fui a ver al cine con el abuelo" Me cuenta mi papá en el medio de la película y de repente no solo viajo kilómetros sino que también me voy a más de treinta años atrás, a ese cine de barrio donde se sienta mi papá con dieciséis años junto a una rejuvenecida versión de mi abuelo. Los dos mirando en la pantalla como Rocky conoce a su hijo y diciendo lo mismo que yo digo con mi papá ahora.
Y en el medio de tanto entrenamiento y música imborrable pienso en qué loco que es todo. No sólo por cómo una película te puede hacer sentir en el mimo lugar que una persona que está a kilómetros, tampoco por cómo te hace viajar en el tiempo, sino en toda la casualidad que nos une. En la casualidad de que mi papá justo haya pasado por ese canal en el momento justo en el que empezaba la película, y que sea justo la misma que él una vez vio años atrás con su papá, pero que ahora mira conmigo a la distancia. Casi tan improbable como parece la victoria de Rocky cuando empieza a pelear en el final de la película, pero aún así posible.
Porque al final, pese a cualquier pronóstico, Rocky gana y yo ya sé que esta película se convirtió en una de mis favoritas. No sólo por todo lo que es, sino también porque para mí ya tiene un nuevo significado. Es mi relación con mi papá, la de él con mi abuelo y un poco la de los tres juntos. Por el momento y porque todas las películas son buenas no por lo que son sino por lo que transmiten, por lo que nos dejan. Rocky Balboa ya dejó se ser únicamente pura fuerza de voluntad y un corazón de oro, sino que también pasa a ser mi papá, mi abuelo y lo que nos une. Y aunque sea para mí, lo que más vale es esa magia.
Porque, como dice Rocky, lo último que envejece es el corazón pero los recuerdos son eternos y son ellos los que nos mantienen con mi vida más allá de cualquier tiempo y distancia.
miércoles, 3 de enero de 2018
Querido 1 de Enero del 2018
Querido primero de Enero de 2018,
Debes ser sin duda el día con más expectativa. Todos los años el mismo y casi todas las veces con nueva energía. Una hoja en blanco que representa otras 365. La clara posibilidad de reinventarse y hacer borrón y cuenta nueva. Primer día de la semana, del mes del año y capaz para algunos de toda su vida.
Yo estoy acá hace rato, pero te siento como aire fresco. Si te soy sincera, sos a lo que me aferro. A esa posibilidad de arrancar de nuevo, volver a intentar.
Al contrario que otros años, no te tengo miedo. Ni a vos ni a los otros 364 días que representas, al contrario, te tengo fe. Será por el típico clima a fiestas o por el hecho de que después de pasarla mal uno siempre termina con el convencimiento de que las cosas sólo pueden mejorar.
Sea cual sea la razón, te espero con ganas. Así que dale, vení y reinventame. Regalame la primera inhalada de aire fresco después de la tormenta y hagamos como si yo también fuese nueva en esto y recién estuviera naciendo.
Chinchin, hoy brindo por vos. Dame lo mejor que tengas que estoy lista hace rato. Sorprendeme.
Debes ser sin duda el día con más expectativa. Todos los años el mismo y casi todas las veces con nueva energía. Una hoja en blanco que representa otras 365. La clara posibilidad de reinventarse y hacer borrón y cuenta nueva. Primer día de la semana, del mes del año y capaz para algunos de toda su vida.
Yo estoy acá hace rato, pero te siento como aire fresco. Si te soy sincera, sos a lo que me aferro. A esa posibilidad de arrancar de nuevo, volver a intentar.
Al contrario que otros años, no te tengo miedo. Ni a vos ni a los otros 364 días que representas, al contrario, te tengo fe. Será por el típico clima a fiestas o por el hecho de que después de pasarla mal uno siempre termina con el convencimiento de que las cosas sólo pueden mejorar.
Sea cual sea la razón, te espero con ganas. Así que dale, vení y reinventame. Regalame la primera inhalada de aire fresco después de la tormenta y hagamos como si yo también fuese nueva en esto y recién estuviera naciendo.
Chinchin, hoy brindo por vos. Dame lo mejor que tengas que estoy lista hace rato. Sorprendeme.
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