Somos esclavos del tiempo. Vivimos corriendo, esperando a que las cosas pasen. Esperando a tener cierta edad, a que sean vacaciones, a que sea Viernes, etc. No nos preocupamos por nada más que tener lo que no tenemos, lo que nos falta. Es como si el resto no importara. Ya esta. Ya pasó.
Pero también vivimos perseguidos por el tiempo, por las cosas que nos pasaron, lo que hicimos y lo que nos hicieron. Y cómo nos gustaría que ciertas cosas hubieran sucedido, o qué nos gustaría haber hecho diferente.
Es como un perro que corre su propia cola. Se la pasa corriendo en círculos intentando atraparla y, al mismo tiempo, la tiene pegada detrás de él, persiguiéndolo a su vez. Un círculo vicioso.
Nos dicen que tenemos que vivir en el presente pero, ¿qué es eso? Un instante es eso, un instante, ni siquiera un segundo. Un instante que pasa de futuro a pasado cuando lo vivimos como si fuese un pañuelito descartable. Y ya está. Es esa transición, esa fracción de segundo en la que vivimos y sentimos. Una cadena finita de enlaces, de instantes lineales y consecutivos que, desgraciadamente, no podemos ni frenar ni acelerar.
A veces me gustaría tener un control remoto que me permitiese acelerar, frenar o volver para atrás sobre lo que viví. Digo, ¿a quién no? Las cosas serían bastante más fáciles aunque claramente menos apreciadas. O sea, una de las cosas que hace menos duros a los momentos difíciles que vivimos es que sabemos que no van a durar eternamente. E, irónicamente, también es la razón por la que apreciamos tanto los buenos momentos. Porque pasan, el tiempo sigue avanzando y es todo un cambio constante.
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