Todos tenemos nuestros papeles abollados. Nuestros borradores de Word, nuestras anotaciones en el margen del cuaderno de apuntes o nuestros versos en el ticket del supermercado. Esas ideas que parecían únicas pero que al plasmarlas en papel pierden la magia y, de repente, es como si no tuviesen el suficiente potencial. Son esos papeles que la mayoría de las veces ni nos gastamos en terminar porque nos damos cuenta que no tiene sentido, que no va a salir como queremos.
Lo bueno es cuando no tiramos los papeles abollados. Cuando nos decidimos a ordenar y entre libros, carpetas y cosas de las que casi ni nos acordábamos, aparece un papel abollado sin precedente. Todo abollado y arrugado, con la tinta medio gastada y con una letra que ya casi ni se entiende.
Y nos sentamos, llevados por la curiosidad y por tomar un descanso de la horrible tarea de ordenar, y nos ponemos a leer el papel abollado. Y hacemos memoria de la idea que tuvimos y de la frustración que causó en su momento. Pero ya es tarde, ya tenemos la idea de vuelta comiéndonos la cabeza. Vamos con el nuevo cuaderno e intentamos otra vez con la misma idea.
Después de este punto pueden pasar dos cosas, o el papelito se convierte en un escrito medianamente decente, o lleva a otro papelito arrugado. Un papelito que vamos a abollar y vamos a perder en el mismo cajón y que probablemente vayamos a encontrar cuando nos volvamos a dignar a ordenar. El círculo vicioso de los papelitos abollados.
Usamos al papelito como sinónimo de idea inmadura o frustrada. Idea que, con suerte, vamos a retomar en el futuro y que, con más suerte, va a ser algo que valga la pena. Pero todavía no. Y, ante el cariño hacia la idea, no lo tiramos. Lo hacemos un tierno e irregular bollito que queda en algún lugar desconocido, esperando a ser encontrado, entendido y escrito. Esperando a ser un pensamiento finalmente plasmado. Esperando a ser algo más que un despreciado papelito abollado. Esperando a ser reconocido. Porque el papelito abollado es la idea en su máxima expresión.
Y sin eso, en realidad, no tenemos nada.
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