domingo, 17 de septiembre de 2017

Caras y Caretas

Hay pocas cosas tan desesperantes como perderse a uno mismo. Pasa sin buscarlo y es un proceso tan lento que se vuelve imperceptible. Imperceptible hasta que un día sin darte ni cuenta  te despertás y vos ya no sos vos. Sos pero siendo alguien más. Como si vivieses en tu vida la vida de alguien más. Una actuación de personaje desconocido y guión implícito pero presente.

Lo peor de perderse es no poder encontrarse. Saberse perdido pero no saber cómo volver. Porque aunque a veces ser otra persona parezca una idea excelente, vivir en la piel de alguien más a la larga no funciona. Es intentar hacer lo que a uno siempre le gustó y simplemente no poder hacerlo. Querer sentir cómo se sentía antes y no encontrar ni rastro de algo parecido. Sin registro de que una persona que no fuese la del personaje presente hubiese existido alguna vez. Impotencia en su máxima expresión.

De la misma forma, lo mejor de perderse es poder encontrarse. Porque a pesar de los vanos intentos, siempre hay algo que te empuja y te trae de vuelta. Porque en el exterior podemos ponernos millones de caretas diferentes y aparecer en mil escenarios distintos pero lo que queda atrás de la máscara es siempre lo mismo. Y no hay nada mejor que poder encontrar la escalera para bajar dos minutos del escenario y desatar el nudo para dejar la careta de vuelta en el cajón. 

Soñamos todos los días con ser personas distintas, en pieles y lugares diferentes. Pero cuando no nos reconocemos a nosotros mismos, terminamos dándonos cuenta de lo que en realidad es obvio. Que nuestra esencia nos acompaña a todos lados y hace que no haya nada mejor que estar en la piel de uno. Porque, sin importar cuán dramática y desesperante se pueda poner la obra, la cara propia es la careta que mejor nos queda. 

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Mirá al cielo

En el secundario tuve a un profesor que en una de esas clases que te enseñan a perder el tiempo más que otra cosa, nos dijo que sólo podíamos considerar a un día como perdido si no mirábamos al cielo aunque sea una vez. Y me terminó enseñando más de lo que podría haber hecho en cualquier clase normal de historia.

Desde ese día, obviamente, intentaba mirar al cielo aunque sea una vez. Pero después, con las idas y venidas, esa carrera constante que representa la vida, empecé a perder el hábito y caí de vuelta en esa realidad dónde el cielo no es protagonista sino simple escenografía.

Pero a veces me acuerdo de esa clase y dejo de correr dos segundos para mirar al cielo y darme cuenta. Sentir el viento, escuchar todos los ruidos y hasta pensar que el cielo nunca había estado tan celeste antes. Respirar profundo y seguir.

Creo que todo el mundo debería hacerlo. Tomarse dos segundos para dejar de correr y estar. Caminar y disfrutar de caminar. Sin correr tanto porque al final de la carrera no hay una meta y millones de trofeos, hay un cajón y muy poco cielo celeste como el de hoy. El premio no está en el final, es el camino.

Asi que sí, dejá de correr para llegar. Si vas a correr, que sea por el placer de sentir el viento en la cara. Cada tanto frená, sentate, o caminá y mirá todo lo que haya para mirar. Sentí todo lo mejor que puedas y siempre que puedas.

Porque la carrera no se corre para llegar al final. No se corre para ganar. Se corre por el placer de correr, porque total a la meta llegamos todos.

Y lo importante está sólo en aprovechar el camino. En frenar aunque sea dos segundos por día y mirar al cielo para acordarte de todo eso. Para acordarte de que todo pasa y que después probablemente sigas corriendo y cambiando pero el cielo está ahí, siempre constante. Y siempre esperando a que lo mires para recordarte que estás vivo y que lo que importa es eso.