lunes, 26 de diciembre de 2016

Noches vencidas

La noche los reencuentra a los dos en una cocina vacía alrededor de las tres de la mañana. Ella iba a servirse un vaso de agua para ayudar a bajar el alcohol de la cabeza. Él la seguía, en una casualidad fingida, para hacer lo mismo.

Me contaron que te fuiste a Gesell, yo quería ir pero tenía el ingreso y no daba ya empezar faltando. Risas. Sí, fuimos con las chicas, lo veníamos organizando desde hace mil años; igual te digo, no sé qué fue más quilombo, si la semana allá u organizarlo. Más risas.

Conversaciones como esa, habían vivido millones. Se conocían hace poco más de un año. Para cualquiera capaz es poco, pero para una relación como la de ellos, era una eternidad. Una relación en donde todo es química. Todo cuestión de piel.

Y se conocían. Más de lo que creían y definitivamente más de lo que buscaban. Ella sabía que cuando él decía poco era porque estaba distraído, que cuando miraba a los costados y se sonreía era porque algo que ella había dicho lo había hecho reír de verdad y que cuando la agarraba de la cintura no le importaba nada más. Él sabía que si ella hablaba rápido y gesticulaba demasiado era porque estaba nerviosa por algo, que si no lo miraba a la cara esperaba que él la buscara y que si se sonreía no hacía falta decir mucho más.

Todo cronometrado. Casi como de memoria. Hasta que cambió.

No da. ¿Por? Porque no, no me pasa. ¿Y antes sí? Y sí, pero ya no me pasa más, no estoy para esto y me parece que vos tampoco.

Y la verdad es que ninguno de los dos estaba más para eso. Verse y estar. Esa relación que era casi como un trato silencioso. Sin exigencias, sin compromisos. Casi como el amor pero sin lo complicado. A ella la había ayudado a ponerle una cara y un nombre a esa necesidad de querer y que la quieran, al amor en sí. A él le había curado las inseguridades, le había dado la certeza de contar con alguien sin tener que arriesgarse. Pero, casi sin darse cuenta, habían dejado de sentirlo. Era un amor vencido.

Después de eso, él salió de la cocina, casi como haciéndose el difícil, ella no salió hasta terminar el vaso de agua. Pero no había mucho más que decir. Era bastante claro y hablar de sentimientos entre ellos no tenía mucho sentido.

Diez minutos y él y sus amigos se estaban yendo, la joda ya estaba oficialmente fundida y ciertamente no tenían mucho más que hacer ahí. Se lo veía en la puerta presionando al amigo para que agarrara las cosas y no la alargara que estaba cansado. Enojado. De que otra vez lo hubiesen rechazado, y porque había estado convencido de que cuando eso que tenían terminara iba a ser él quien lo cortara. Pero en el fondo sabía que ella tenía razón. Ni siquiera sabía por qué lo seguía haciendo, ya era más por costumbre que por querer. Porque ¿por qué no? Le gustaba y todos necesitamos de eso una vez cada tanto.

Ella reapareció en un sillón, como si el viaje a la cocina la hubiese avejentado diez años. Siempre había pensado que iba a ser él el que cortara todo, porque ella se lo había propuesto mil veces y nunca había podido. Porque tenerlo a él era mejor que no tener a nadie. Porque le gustaba, pero le gustaba todavía más la idea que se había hecho de él. Más todavía que la quisiera.

En lo único que coincidían es que a los dos un poco les dolía. Nunca se habían rechazado entre ellos y que pasara ahora claramente significaba que ya no daba para más. Y recién ahí se daban cuenta que era algo que tenían tan incorporado que perderlo resultaba más doloroso de lo que pensaban. De repente creían que entre ellos podía funcionar. Que podían ser más que cosa de un par de noches. A la larga, los dos querían lo mismo, jugársela por alguien que quisieran de verdad, y funcionaban tan bien así que cómo podía salir mal de otra forma.

Pero en el fondo sabían que no. Porque tenían claro el papel que jugaba el uno en la vida del otro. Se habían dejado moldear. Ella se había convertido en lo que él quería y él había hecho lo mismo para ella. Era un comodín. Un pacto implícito en el que encontraban en el otro lo que no podían encontrar en el resto. Pero tenía fecha de vencimiento y el comodín sólo aparece dos veces en toda la partida. Empezar una relación basada en una con las noches contadas no hubiese funcionado nunca. No para ellos. No en ese momento. Por el simple hecho de que juntos no servían para eso. Porque no siempre se puede hacer funcionar.

Ahora les tocaba jugar sin comodín. Y sí, es mucho más difícil. Pero ganar una partida con comodín no se siente ni la mitad de bien que ganarla con la carta que corresponde. Y si había algo que habían aprendido juntos era eso. Se pierde y se gana. Juntos no perdían pero tampoco ganaban. No de verdad.

Entonces el juego empezaba ahí. Y, ¿quién sabe?, tal vez la vida los volviera a reencontrar en una cocina vacía a las tres de la mañana porque cada mano te sorprende. Mismas cartas, distinta la forma de mirarlas. Con las personas pasa lo mismo. Hay algunas que están destinadas a volver a aparecer. Nunca se sabe pero siempre sorprende. Y si había algo a lo que estaban acostumbrados ellos, era a encontrarse y hábitos así no se pierden tan fácil.

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