lunes, 22 de junio de 2015

Hospitales

Los hospitales siempre me parecieron los lugares más irónicos del mundo.

En un hospital te pueden diagnosticar una enfermedad terminal o te pueden confirmar que los pasajeros del accidente automovilístico se salvaron. Te podés encontrar a parejas primerizas que vienen para la primera ecografía de su bebe y a mujeres mayores que están llorando a sus esposos recién fallecidos. A veces, hasta en el mismo piso tenés las habitaciones de terapia intensiva y en la otra punta maternidad. Gente que está más cerca de la luz al final del camino que de escuchar ese vagido que indica el comienzo de una nueva vida.

En los hospitales muere gente todos los días, y nacen más personas con cada hora que pasa. Por día, vaya a saber uno cuantas enfermedades se diagnostican o cuantas personas gravemente heridas se computan. También están las personas que reciben la noticia de que ese pariente gravemente enfermo ya está estable o de que su enfermedad les está dando un respiro.

A veces ni siquiera es necesario entrar a un hospital para darse cuenta de esta ironía. Alcanza con pasar por la puerta para ver a la gente que se abraza llorando desesperadamente, a la que entra con globos y regalos en la mano y a la que habla por teléfono con la mano temblándole inevitablemente, solo por nombrar algunos ejemplos.

Cuando paso por la puerta de un hospital me parece injusto. Pensar que hay gente adentro que está peleando por su vida o por la de las personas a las que ama, y gente que llora de alegría porque ya se terminó su lucha o porque simplemente recibió una buena noticia. Me parece más que nada injusto que la gente que llora de tristeza tenga que ver pasar por adelante suyo a la gente que no puede estar más contenta.

Pero después me doy cuenta de que no es culpa de la pobre persona a la que le acaban de informar que su enfermedad no está tan grave como antes, o de que sus familiares se salvaron o de que su sobrino nació bien y está sano.

Capaz debería haber un hospital para las malas noticias y un hospital para las buenas noticias pero al fin y al cabo sería un despropósito. Además, es como que dentro de esa ironía que tienen los hospitales, hay cierto balance.

En un lado del pasillo están las personas que no saben cuando darán su último respiro, y del otro está la mujer que recibe en sus brazos a su hijo recién nacido. En un consultorio a una mujer le diagnostican una enfermedad terminal y en el de al lado le dicen a un tipo que está mejorando. En una sala de espera tenés a la gente que se come las uñas esperando a que le digan algo sobre ese familiar internado y a la gente que se acaba de enterar que la operación salió bien.

La gente se muere y es como que volviera a nacer. A uno le dan una buena noticia y a otro una mala. Todo en un mismo lugar. Es irónico, de eso no hay dudas. Pero, al final, los hospitales son unos de los pocos lugares que pueden captar tan bien las diferencias que ocurren día tras día en todos lados. Son como un recordatorio constante de lo que somos, de nuestros alcances y nuestras limitaciones. De todas esas cosas que olvidamos o silenciosamente nos negamos a aceptar.

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