De la parada del colectivo a mi casa hay dos cuadras por avenida. Una avenida a la que, un día como hoy, el sol le pega de lleno. Y en días como hoy, que vuelvo del colegio probablemente agotada, no hay nada que me alegre más que ir caminando abajo del sol esas dos cuadras. Un poquito de viento y esa picazón suave del sol en la cara. Sin calor y sin frío. Típica primavera.
Hoy es igual a todos esos días pero no. Porque por alguna razón desconocida los rayos del sol me empezaron a dar directo en los ojos y ya no era una sensación cálida sino incómoda. De repente sentí la inmensa necesidad de dar un paso al costado y caminar esas dos benditas cuadras por la sombra. Necesitaba un respiro.
Y en realidad no lo podía creer (todavía no lo entiendo). Toda la vida me gusto caminar por donde pega el sol. Es como que me alegra, no importa cuán mal esté, siempre me cambia el humor para bien. Pero esta vez no, me agobiaba y necesitaba correrme, esquivarlo a toda costa. Necesitaba salir.
Pasa con todo. Cada tanto siento la necesidad de parar. Como si pudiese frenar el tiempo, salir de mí misma y mirar todo desde afuera. No necesariamente porque algo esté mal sino porque siempre lo mismo aburre y también ahoga. A veces hace falta dar un paso al costado y frenar, aunque sea dos segundos. O dos cuadras.
Probablemente la próxima vez que vuelva caminando y tenga la suerte de que sea un día de esos lindos de verdad, vuelva caminando como lo hice siempre. Porque caminar abajo de la luz del sol me sigue gustando y eso lo tengo claro. Pero una cosa no quita la otra.
Creemos que la sombra es peor, que en la oscuridad uno no tiene claridad. Pero nos olvidamos que en exceso y a la larga mucha luz puede cegar. Y al final de cuentas, a veces uno ve mejor en la sombra que rodeado de tanta luz.